sábado, 14 de febrero de 2009

Tacuatí

“Para quien no sabe ver, la Tierra es tierra nomás.”
Atahualpa Yupanqui


Rubén, nuestro amigo, cuentero, habla sobre Tacuatí (el pueblo de su infancia) con intensidad y ternura. Como si quisiera, a través de sus relatos, llevarnos a sentir sus recuerdos. Como si nos estuviera compartiendo sus secretos de niño; aquellas cosas que tiene guardadas debajo de la cama, en sus bolsillos, en un cofre escondido en los laberintos de su recuerdo… Para él Tacuatí es sinónimo de infancia. De todo lo que era puro e inocente. Una tierra virgen y verde, a la espera de ser descubierta.

El trayecto a Tacuatí, hoy, se hace en 4 horas y media desde la capital de Paraguay. Pero hace años, cuando él era niño, el trayecto duraba todo un día. Para Rubén y sus hermanos esta travesía constituía en sí misma el inicio de la aventura. Viajar en un bus, que llevaba en el techo apiladas las pertenencias de los pasajeros, durante todo un día a través de un camino caliente y polvoriento para ser depositados en el cruce de caminos, a 40 kilómetros de la entrada del pueblo. Ahí, los padres con los siete hijos y sus bultos, debían esperar a que pasara algún conductor de camión o tractor que se apiadara de ellos y quisiera llevarlos hasta el pueblo.

El camino cruzaba por en medio de la floresta de un bosque que Rubén recuerda poblado por monos, aves, venados y tigrillos. No era extraño encontrarse con alguno atravesando el camino de tierra. Había sitios en que la vegetación era tan tupida que el cielo se llegaba a ocultar por completo, dejándolos en una selva oscura de sonidos y aromas. Cubiertos por follaje y rodeados de enormes árboles ancianos.

Tantos nos habló Rubén de Tacuatí que Arturo no pudo evitar pedirle que nos llevara a conocerlo. Y en pocos días, la excursión de un fin de semana se convirtió en un viaje que compartiríamos con la familia de Rubén más tres amigos españoles curiosos de explorar los rincones de Paraguay. Salimos un sábado a las 7 de la mañana. En Paraguay, a esas horas, el sol ya calienta con una intensidad insólita. Como si llevara varias horas colgado en el cielo.

El camino a Tacuatí, ahora a través de una moderna carretera, tiene verde por todas partes. Un verde que me iba deleitando la mirada hasta que Rubén nos hizo notar que los cultivos eran grandes extensiones deforestadas que hace tan sólo veinte años no existían. Durante estos años, el bosque de los recuerdos de Rubén había sido reemplazado por enormes cultivos de soya. Los majestuosos árboles habían sido talados y su madera procesada en uno de los tantos aserraderos que han sustituido a los paisajes boscosos.

Nos costó trabajo imaginar lo que oíamos. Cualquiera que pasara por ahí hoy no podría jamás adivinar que hubo alguna vez bosque. Sólo cuando nos señaló el tronco inmenso de un árbol –que por alguna extraña razón todavía sigue en pie- pudimos darnos cuenta de la magnitud de la deforestación.

“Todo el bosque estaba repleto de éstos árboles. Ahora no queda más que este, detenido, fuera de lugar, como señal de lo que se perdió”, nos explica Rubén.

“Cuando se acaban los árboles grandes, van por los chicos y cuando éstos se terminan, cortan los arbustos para convertirlos en carbón”.

Y como convocados por la conversación, aparecen en el horizonte varios hornos, humeantes, fabricantes de carbón. Carbón, madera y soya. En eso se ha convertido este paisaje. Los animales que aparecían en la infancia de Rubén sólo viven ahora poblando sus recuerdos.

“¿Y qué no existe una ley que prohíba tanta deforestación?” -le pregunto.

“¡Claro que existe!” -me contesta. “El problema es hacer que las leyes se respeten.”

La historia de toda Latinoamérica. Y como para remarcar el punto, nos cruzamos con dos camiones que van cargados de troncos.

El dilema de los cultivos de soya no es menor. La tierra boscosa, como la de esta región, no es buena para sembrar. Carece de los nutrientes necesarios. En su estado natural, esta carencia es subsanada por la hojarasca que producen los árboles del bosque. La hojarasca ayuda a fertilizar la tierra y volverla apta para que crezcan plantas y hierbas. Pero cuando desaparecen los árboles, desaparece también la hojarasca y la tierra queda desprovista de todos estos nutrientes. Sólo queda una tierra delgada y vacía. Forzada a servir para algo para lo que nunca estuvo preparada.

Los agricultores tienen que echar mano de poderosos fertilizantes y semillas super-resistentes que puedan crecer aún en estas condiciones precarias. Se trabaja la tierra a marchas forzadas, sin dejarla descansar. Sin dejar que siga un curso natural en el que la misma tierra se regenere para poder volver a ser fértil. De modo que en algún futuro, quizás no tan lejano, quedará totalmente desgastada, inservible.

“¿Y qué sucede con la soya?” le pregunto, después de kilómetros de cultivos verdes.

Lo curioso, nos cuenta Rubén, es que nadie en realidad sabe a dónde va a parar tanta soya. De hecho, se sabe que no se queda en el país. Sale hacia el río y del río hacia el mar, Brasil, Argentina, el mundo… Es decir, que los países que se están enriqueciendo con estos cultivos son otros. En lugar de sembrarla en sus países (porque no tienen tierra suficiente, porque quieren proteger sus bosques o porque tienen su tierra ocupada con otros cultivos) vienen a estos pequeños países a hacerse ricos. Curioso que la mayoría de los dueños de estos latifundios sean en su mayoría extranjeros…

Los cuentos de Rubén están repletos de imágenes del Tacuatí que él conoció hace veintitantos años. Un pueblo donde los niños convivían con el río y con los árboles. Y el río estaba poblado de leyendas y criaturas mágicas. Y el pueblo más bien parecía ser una extensión de su casa. Rubén y sus hermanos menores transitaban por las calles como una familia de patitos caminando por los alrededores de su río, con confianza, sabiéndose dueños del mundo. No había sitio para el miedo ni para la desconfianza.

Hoy, es distinto.

Durante los días que estuvimos en Paraguay, las últimas noticias hablaban de un supuesto grupo guerrillero que se estaba gestando en el departamento de San Pedro, específicamente en los alrededores de Tacuatí. Y para mayor alarma, cuando los militares comenzaron a requisar la zona, se encontraron con que varias personas tenían cultivos de mariguana en el traspatio de sus casas. Una mariguana, que según nos cuenta Rubén, se vende a precios ridículos, y que sólo al pasar la frontera, comienza a adquirir su precio real.

El pueblo, cuando lo conocimos nosotros, estaba repleto de policías y militares. Agentes de seguridad que a todos miraban con desconfianza, pidiendo papeles a diestra y siniestra. La gente ahora tiene miedo de salir de sus casas y cruzar el pueblo. Una simple salida al río puede convertirse en la escusa perfecta para terminar en la comisaría ante una serie de preguntas por no llevar papeles de identificación.

“¿Y quién lleva su identificación cuando va a bañarse en el río?” nos preguntamos, mientras unos militares nos detienen en el camino.

Llevamos toallas, traje de baño, bronceadores, una olla con arroz de chancho y una canasta tapada con un mantel de cuadritos. ¿No es obvio que vamos a un día de campo? El militar serio, investiga, pregunta. Pienso cómo en todas partes los militares son iguales. Intimidan con su mirada mientras se abrazan de sus armas. Suponen que en cada persona existe un delincuente en potencia. Al final, nos dejan ir.

Tacuatí en muchas cosas ya no es el Tacuatí del recuerdo de Rubén. Cultivos ilegales de mariguana, puestos militares de control, bosques deforestados y ríos luchando por permanecer limpios…

Sin embargo, él está empeñado en no dejarlo al olvido. Armado de cuentos se lanza a compartir las historias de su propio Macondo. Dispuesto a mantener vivo este rinconcito de tierra colorada que lo vio crecer. Y también por eso, vuelve.

Vuelve para visitar a la familia. Vuelve para trabajar y dar trabajo. Vuelve para entrenar al equipo infantil de futbol. Vuelve para contar cuentos y organizar conciertos. Pero también vuelve para no olvidarse de sí mismo. Vuelve, para ver si de casualidad, alguna tarde junto al río, lo sorprenda la mirada curiosa del niño que él alguna vez fue.

3 comentarios:

Ru dijo...

hola jenifer y Arturo "el Tapir" como estan espero que muy bien, me encanto lo que escribieron de tacuati y haber compartido con ustedes estos dias maravillosos de charlas, cuentos, chistes y lomitos...
un abarzo cuenteril desde tacuati para ustedes y sigan adelante...
ruben "el Tacuateño"

Laura Ferreira dijo...

Pucha, que me emocionaron señores de la palabra. Y si, Rubén nos encanta con las historias de su terruño y da tristeza el cambio que este sistema impuso en el cotidiano y en la vida del pueblo y de su gente. Es una de las tantas luchas de nosotros narradores... QUE NO MUERA LA MEMORIA!!!... FUERZA RUBÉN CON ESTAS HISTORIAS, FUERZA ARTURO Y JÉNNIFER POR CONTAR A OTROS COMPAÑEROS DE LA PALABRA SOBRE ESTE PEDACITO DE PARAGUAY.

Piiipu dijo...

Waw, que narración.

Gracias, gracias

ay