jueves, 19 de febrero de 2009

Un niño desconocido en la puerta de la casa…

I.

Desde hace unos meses Jennifer y yo venimos topándonos con el tema de la adopción de forma recurrente. No una adopción tradicional, digamos, como cuando uno no puede procrear y entonces opta por la paternidad de un bebé ajeno, y a lo mejor incluso espera unos meses mientras el niño nace. No la adopción planeada, pues.

Más bien, aquellos otros extraños casos en que la vida lo pone a uno contra las cuerdas y le presenta una disyuntiva ineludible: un niño abandonado aparece a las puertas de la casa, por ejemplo; los únicos tres sobrevivientes de un naufragio en una isla son la pareja y un niño…

Dos referentes literarios y cinematográficos alimentaban la dialéctica medio truculenta de nuestros diálogos de sobremesa:

El libro de The Kite Runner, en donde a un inmigrante afgano radicado en Estados Unidos, se le abre la disyuntiva de adoptar al hijo de once años de su mejor amigo de la infancia que recientemente ha sido asesinado por el régimen Talibán en el lejano Kabul. La historia tiene giros de dramatismo, pues la trama se construye justamente sobre la narración de cómo en la infancia el protagonista traicionó a su amigo. También, porque conforme la novela se desenrolla, al protagonista le es revelado un secreto punzante: su amigo aquel de la infancia es en realidad su medio hermano y el niño, por ende, su sobrino.

La película de Australia, que Jennifer y yo vimos recientemente en el cine, en los días de demora y trámites en Cochabamba, Bolivia. Aquella en que en medio de la invasión japonesa a la isla en tiempos de la segunda guerra mundial, los dos magníficos protagonistas hollywoodenses terminan adoptando, al final del drama, a un niño de once años por el que corre sangre mezclada: Noah. Un niño que nació en la dialéctica compleja del abuso del capataz europeo del rancho sobre una de las mozas indígenas. Un niño sensible, inteligente, mágico, que encuentra, al final del drama, un hogar.

A propósito del tema Jennifer y yo no dejábamos de preguntarnos: ¿Bajo qué circunstancias extraordinarias nos atreveríamos a semejante acto? ¿Qué tipo de generosidad requiere? ¿Qué clase de enganches en la trama personal es necesario haber resuelto para optar por la adopción desde una posición verdaderamente generosa y no desde una neurótica? ¿Cómo manejar los abismos del afecto que están instalados en la historia del niño adoptado? ¿En caso de que fuera un niño ya desarrollado, cómo manejar todo aquello que está sepultado en su historia y que pertenece a una época anterior de que se le conociera?

II.

Fue llegando a Paraguay cuando nos volvimos a topar con el tema. Pero esta vez el caso no se trataba de una novela o una película. Conocimos a Rubén, a Airym, que nos contaron la historia de cómo llegó Miguel a ellos.

Hace cuatro años, cuando Rubén rondaba los veintisiete, decidió convertirse en empresario cuando olfateó una oportunidad de negocios en Tacuatí, el pueblo de su infancia. Entonces, hasta aquel pueblo alejado de la mano de Dios no llegaba casi nada, y cuando la gente quería algo tenía que ir hasta la capital. Así, se le ocurrió poner un pequeño negocito de electrodomésticos que le facilitara a la gente comprar cosas para su casa.

El negocio fue viento en popa desde el principio. Desde ese momento, desde que abrió, Rubén tiene una rutina fija de viajes entre la capital y el pueblo de su infancia: visita Tacuatí todas las semanas, dos veces por semana.

Todos los viajes de trabajo son prácticamente iguales, y así parecía que sería también aquel, hace cerca de tres años, cuando su vida cambió para siempre.

Se paró a las cuatro de la mañana. Revisó que la mercancía que llevaba en la canasta de su camionetita Hyundai estuviera bien amarrada. Tomó camino. Hizo la parada de rigor para desayunar una chipa y cocido negro. Salió de la carretera principal y se internó en el camino de terracería roja. Sintió la rutinaria nostalgia al avistar los interminables campos de soja ahí donde algún día hubo bosque. Llegó a la tienda ya con el sol bien levantado en el horizonte. Ayudó a descargar la mercancía. Se sentó con la empleada a revisar el inventario y la contabilidad. Salió en el recorrido a tomar algunos pedidos y a visitar clientes para hacer la cobranza. Saludó en guaraní a cuanta persona le salió al paso. Comió en casa de Tío Félix. Hizo una siesta rápida en la hamaca, a la sombra del galpón. Pasó frente a la esquina donde algún día estuvo su casa de niño. Saludó otra vez en guaraní a cuanta persona le salió al paso. Se dio una vuelta por el negocio de un primo, para saludarlo. Regresó a la tienda para ver si algo más se ofrecía.

Y estaba a punto de irse de vuelta para Asunción, cuando la empleada de la tienda se acordó que le tenía un recado: “Por cierto, hablaron las hermanas italianas para pedir que por favor pases por la casa de retiro, porque tienen una encomienda que hacerte…”.

Rubén se encaminó. Estacionó la camioneta frente a la puerta. Bajó. Tocó. Le abrió una monja anciana. Se saludaron. Hicieron plática un ratito. La monja le contó que después de varios años de misión, sus días en Paraguay habían terminado. Que ella y la hermana Francesca regresaban justo al día siguiente de vuelta a Roma en el vuelo de temprano. Que estaban entre nostálgicas por lo que se quedaba atrás y emocionadas por volver. Pero que ya era tiempo. Que ya habían puesto en orden casi todos sus asuntos. Que solo había un pendiente: El niño Miguel.

La monja siguió. Que ya todo estaba arreglado. Que habían conseguido que Miguel se quedara en un orfanato en Asunción. Qué que bien, le contestó Rubén, que no terminaba de entender muy bien a donde iba la cosa. Y entonces la monja le dijo que sabía que a lo mejor era pedir demasiado, pero que aprovechando que él iba de vuelta para Asunción, que si podía llevarlo. Rubén le dijo que no había problema. Que muchas gracias, le dijo la monja, que Dios se lo iba a pagar. Se despidió, y le dijo que ya, en un minutito salía el niño. Y se metió a la casa.

A los tres minutos salió un niño de nueve años. Traía, por todo traer, una mochilita con un par de mudas de ropa y nada más. Rubén le dijo que podía ponerla en la parte de atrás de la camioneta. Se despidieron. Se subieron al coche. Emprendieron el viaje.

Miguel tenía el gesto duro. No habló en todo el viaje salvo para preguntarle a Rubén si a donde iban era muy lejos. Recorrieron la terracería roja. Recorrieron el empedrado. Entraron al asfalto de la carretera. Miguel no dejaba de mirarlo por la ventana. En ese momento no dijo nada, pero después Rubén se enteraría de que Miguel nunca había visto el asfalto en su vida. Era la primera vez que salía de Tacuatí.

Llegaron a Asunción justo cuando estaba cayendo la tarde. Miguel se bajó de la camioneta. Rubén tomó la mochila de Miguel y se la colgó al hombro. Tocó la puerta.

Abrió una mujer. Lo primero que notó Rubén fue su pelo descompuesto y sus ojeras. De algún remoto sitio donde se anidan todos los estereotipos de su mente le llegó la imagen de la mujer alcohólica y desgarbada que cuidaba el hogar de Anita la Huerfanita.

- ¿Aquí es el Orfanatorio Sagrada Asunción? – preguntó Rubén.

- Sí, aquí es – contestó la mujer.

Detrás de la mujer, a su lado, aparecieron varios niños. A Rubén le dio la sensación de que eran más de veinte. Tuvo la impresión de que había una especie de penumbra en la casa que no permitía ver más que sus ojos mirando fijamente a Miguel.

- Vengo a dejar a Miguel. Venimos de Tacuatí, de donde las hermanas italianas.

- Ah, sí. Claro. Muy bien.

Rubén volteó a ver a Miguel. Miguel miraba para otro lado.

- Pues ya está. ¿Qué más? – dijo Rubén.

- Sólo faltan los documentos – dijo la mujer.

Rubén asintió en automático. Le tomó dos segundos reaccionar.

- ¿Cuáles documentos, perdón?

- Los documentos del niño. Su acta de nacimiento. Sus papeles…

- Ah, pues… a mi no me dieron nada.

- ¿Cómo va a ser? – dijo la mujer.

Y entonces, de la nada, de forma totalmente inverosímil, la mujer tronó. Se descompuso totalmente.

- ¡Siempre hacen lo mismo! ¡Me lleva el carajo! ¡¿Cómo pretenden que yo reciba a un niño sin papeles?! ¡¿Creen que soy su burla?!

Rubén trató de explicar en vano. La mujer seguía gritando, increpando al juez y a las hermanas italianas. Manoteando. Con los ojos queriendo salirse de sus órbitas. A Rubén le dio la impresión de que la piel del cuello se le puso roja, como si le saliera una especie de salpullido.

- ¡Al diablo! ¡¿Quieren que sea yo la que termine con una multa administrativa?! ¡¿Creen que soy yo la que va a tener que dar cuentas a la inspectora distrital?! ¡¿Creen que es fácil estar en este lugar del diablo?!

La voz seguía creciendo en intensidad. A Rubén le dio la impresión de que los niños atrás de la mujer se fueron retirando poco a poco, asustados, aterrorizados.

- ¡Que le hagan como quieran pero yo no voy a recibir un niño sin papeles!

Rubén la miró. Se dio cuenta de la rabia que ahora le rondaba a él en el pecho. Pesó un silencio. Hizo un esfuerzo para seguir siendo amable. Forzó una sonrisa.

- No se preocupe. Seguramente hay una confusión aquí. Seguramente los papeles se quedaron en Tacuatí. Mañana voy por ellos y se los traemos. Y se aclara todo. Volvemos mañana…

Y mientras decía eso dio un pequeño paso al frente y hacia la derecha, de tal forma que Miguel, que todo el tiempo había estado a su lado, quedara un poco atrás, resguardado, como hacen instintivamente los grandes del clan para proteger a los pequeños de un peligro.

Se subieron a la camioneta. Una especie de escalofrío le recorrió a Rubén la espalda. En el escalofrío venían juntos el temblor de la rabia y una primera intuición de lo que el destino le deparaba. Tardó un par de minutos en encender la camioneta. Miguel seguía callado. Mirando hacia otro lado. Avanzaron. Rubén se dirigió de vuelta a su casa.

III.

Ahí, en el pequeño departamento en el séptimo piso en un edificio en el centro de Asunción, Airym preparaba cena para dos.

Airym –que se llama igual que el barco árabe Princesa Airym que su padre, marinero, vio atracado en un puerto colombiano la noche en que su mujer le dio la noticia de su embarazo— no tenía idea aún de lo que se le venía encima. Pero si alguien había tenido una vida de entrenamiento para un giro dramático de esas proporciones, esa era ella.

En su vida de novela todo había ocurrido con una inusual precocidad, en buena medida porque su madre –experta en estimulación temprana— llevó los principios de su práctica profesional a la crianza: Ayrim aprendió a leer a los cuatro años; leyó Frankenstein, su primera novela adulta, a los nueve; fue elegida por el periódico El Tiempo como uno de los niños más prometedores de Colombia a los once; se autoexilió de Colombia a los quince para estudiar su carrera de socióloga en Paraguay; se hizo militante de un partido a los dieciséis, misma edad en la que se inscribió en un grupo de feministas; a fuerza de escuchar una y mil veces los discos de su madre, a los diecisiete, su corazón respondía a los ritmos románticos de alguien nacido en los sesentas…

Y acaso fue justamente porque en su vida nada responde a los parámetros de la convención, que se repuso con naturalidad y rapidez del shock que le causó ver aparecer a Rubén en el umbral de la casa con un niño desconocido tras de sí.

Sonrió. Los invitó a pasar. Tomó la mochila de Miguel y la puso en un rinconcito en la sala. Se tragó las preguntas. Preparó un lugar más en la mesa y se sentó junto con ellos. Para que la cena que había estado preparando alcanzara, partió la porción de sándwich que le correspondía en dos partes y lo puso en el plato de Miguel.

Miguel probó el sándwich. El sándwich era un invento medio gourmet de atún con cebolla y especias. No le gustó. Lo dejó intacto. Airym trató de hacer conversación con Miguel. Miguel respondía de vez en cuando con monosílabos. Airym desistió. Terminaron de cenar en silencio.

Rubén marcó a la casa de las monjas en Tacuatí para contarles lo que había pasado. Nadie contestó el teléfono.

Mientras Airym improvisaba una cama en la sala con colchonetas, Miguel salió al balcón del departamento. Se puso en cuclillas. La mirada lejos, en otro sitio.

Estuvo así varias horas antes de irse a dormir.

Apagaron la luz.

IV.

Los días siguientes fueron complicados, pues las monjas estaban ya camino de vuelta a Italia y no fue posible contactarlas.

Rubén fue de vuelta a Tacuatí, a hablar con el sacerdote que recién había llegado al pueblo desde Italia para reemplazar a las monjas, pues seguramente a él le habrían dado instrucciones, o podría facilitar los documentos. Y fue así como se topó con una historia inverosímil: Miguel era un niño sin papeles. Un niño de nadie.

De persona en persona, buscando quien pudiera darle razón, fue reconstruyendo lo que en el pueblo se sabía acerca de Miguel y se encontró con una versión paraguaya de una novela de Charles Dickens mezclada con guión de Mujer, casos de la vida real, de Silvia Pinal: Abandonado por su padre al nacer, Miguel vivió con su mamá y sus hermanas hasta los cuatro años. Una tarde su mamá lo encargó en casa de su vecina mientras iba de compras y no regresó más. Ahí vivió algunos años, hasta que se descubrió que el señor de la casa abusaba de su hermana y a él lo maltrataba. Empezó entonces un peregrinar de casa en casa, de institución en institución, hasta que llegó con las hermanas italianas.

Rubén habló con la juez de lo familiar en San Pedro. La juez le dijo que lo de los papeles era muy complicado, pero que podría dar una orden provisional para que Miguel entrara en el orfanatorio en Asunción. Con esa perspectiva y muerto de cansancio, Rubén regresó a la casa.

A su regreso Rubén y Airym empezaron a discutir la posibilidad de quedarse con el niño. Se amanecieron varias noches dándole vueltas al asunto, llenos de dudas, pues aunque Rubén le recordaba a cada rato la seriedad militante con la que ella solía defender frente a sus amigas de secundaria la idea de que de grande ella adoptaría un niño, a fin de cuentas, en ese momento, ella apenas tenía diecinueve años. Y ambos tenían una vida por delante, y millones de sueños…

Así se cumplió una semana de Miguel en su departamento. El niño pasó la mayor parte del tiempo sentado en un rincón, sin levantar la cara. Casi no hablaba, y cuando hablaba lo hacía en guaraní. Dormía poco, pues no estaba acostumbrado al sonido de la ciudad y de los buses. En la mañana, cuando Airym o Rubén salían de su cuarto para saludarlo, se encontraban que Miguel ya estaba levantado, de pie. Era como si en los sitios en los que él creció hubiera sido tratado como el burrito de carga; como si lo hubieran amaestrado para despertarse y alistarse para recibir las órdenes del señor de la casa.

A Rubén y Airym se les encogía el corazón.

Siguieron discutiendo hasta que llegaron a la conclusión de que sería inhumano mandarlo al orfanatorio; ellos tenían fuerza, y convicción y vida suficiente. Que sin duda el mejor escenario para la vida de ese niño sería quedarse con ellos.

Que él se podía quedar con ellos, si él quería. Que ellos le ayudarían; que le darían casa y comida y apoyo; un sitio desde donde crecer, para un día, poder ver el mundo con una mirada totalmente distinta a la que su destino de huérfano le tenía deparada…

Y una noche de hace poco más de tres años… Miguel eligió quedarse con ellos.

3 comentarios:

Ru dijo...

arturo y jenifer
gracias por escribir la historia de miguel, y gracias por todo el apoyo que nos dieron en el dificil momento que nos toco vivir con el...
una correcion, airym leyo Frankeitain a los 7 no a los 9 ...
jajaja...
un abrazo tacuateño y espero que sigan escribiendo y mostrando cosas y casos del resto de su expedicion...
ruben

Unknown dijo...

Es sorprendente la manera en que se describe aquí el evento Miguel en la vida de Airym y Rubén.
¡Por Dios! Me dejó con la boca abierta; me saco el sombrero ante vuestra capacidad narrativa.
Gracias por compartir estas bellas historias del Paraguay.

Pancho Bustamante dijo...

Jenifer y Arturo: me tembló la nuez de la garganta varias veces, leyendo la historia de Miguel, Rubén y Airym. El que hayan elegido contarla también habla mucho de ustedes. Ah, Arturo, me di cuenta que anoche en Montevideo mientras recitabas la Táctica y la Estrategia de Benedetti, también te temblaba la nuez. Un abrazo y la seguimos, creo que ahora me vuelvo a leer Montevideo...