jueves, 27 de noviembre de 2008

Azar histórico del Perú y otros divertimentos

Quizá una de los aspectos más ricos de esta vida viajera es escuchar. Escuchar a quien quiera contar. Y a la gente le encanta hablar de su país.

Así nos vamos encontrando con pequeñas historias. Algunas son ciertas. Otras van mezcladas sin duda con imprecisiones, a las que indefectiblemente se agregarán las imprecisiones de nuestra memoria.

Quien tenga en alta estima la historia, considerará esta suerte de teléfono descompuesto una falta de respeto a la memoria de los países por los que transitamos. Sugiero a esos lectores que tomen estas referencias por un entremés que los lleve a investigar con mayor amplitud lo que aquí se reseña.

Ahora bien, el que encuentre a la literatura más cerca de su corazón acaso encontrará natural la mezcla que la realidad y la ficción adquieren en nuestro relato, y no por ello encontrará las anécdotas menos valiosas.

Lima, la gris

El cielo de Lima, casi invariablemente aparece con un persistente color gris, que pincha de tristeza el corazón de quien por primera vez está ahí. Tratándose de una ciudad capital con poco más de diez millones de habitantes uno podría atribuir el fenómeno a la contaminación, como ocurre en México, D.F., sin embargo la rareza se debe, según nos cuenta Cesar y nos confirma después Priscila, a un fenómeno microclimático. Tan característico es de estas tierras que el fenómeno tiene su nombre: el cielo de Lima es de un gris panza de burro.


El microclima produce otros fenómenos singulares. En Lima prácticamente nunca llueve. Y tal confianza tienen los limeños en que no verán caer agua del cielo que –según una versión no confirmada de un taxista— la ciudad carece de sistema de alcantarillado.

En cambio, Lima goza de una constante garúa. Una lluviecita que recorre el espectro que va desde neblina húmeda de pequeñas gotitas ínfimas de agua hasta lo que en México se conoce como chipi chipi – aquella lluvia tan fina, que a pesar de no serlo todo lo humedece.

Retumban los tambores…

Ese clima gris contrasta con los intensos cielos azules de la provincia. Bajo este cielo azul, en el trayecto entre las ruinas de Huari y un festejo en la Pampa Chacra, Raúl nos deleita con un pequeño recorrido por la historia de la zona.

Nos cuenta que varias de las etnias preincaicas fueron de una vocación guerrera indomable. Algunas de ellas vivieron en las inmediaciones de Ayacucho. Me transmite una imagen que se me queda revoloteando en las tripas unos días:

Los guerreros de estas etnias procuraban capturar a algunos líderes de los ejércitos contrarios temprano en la confrontación. A continuación, los desollaban. Trataban la piel de tal forma que la conservaban en una sola pieza. La curtían y la empotraban, tensa, sobre el marco de un tambor. En la parte superior empalaban la cabeza del prisionero.

Los días siguientes, durante la batalla, caminaban hacia los ejércitos contrarios golpeando el tambor recién fabricado. Emitiendo sonidos secos y profundos hacia el frente de guerra. Con aquellas estampas terribles como estandarte. Con aquello ecos que se extienden hasta el último confín del imperio.


La imagen, presenciada por el contingente de soldados contrarios habrá sido totalmente desmoralizante. La vista de sus líderes así profanados se habrá instalado en las entrañas de los adversarios como una anticipación de la crueldad con que sus enemigos los tratarían. Entraban a la batalla con el ánimo decaído y los brazos les habrán fallado a la hora en que más los necesitaban.

Me cuenta Raúl que la ferocidad de estas tribus les hizo resistir todo intento de ser sometidas. Rechazaron en algún momento al imperio Inca – que fue además un fenómeno político y social bastante efímero antes de la llegada de los españoles— y que resignados a no enfrentar a estos grupos, pues anticipaban una derrota, optaron por incorporarlos a sus ejércitos ofreciéndoles posiciones de mando en el cuerpo militar.

Me cuenta que varias de estas tribus nunca fueron estrictamente subyugadas por los españoles durante la conquista. Y que siglos más tarde, son varios de los descendientes de estos los que mantienen una tradición de rebeldía, que a fuerza de coraje ha sobrevivido a la negligencia del gobierno, a la influencia de la guerrilla.

El imperio de la lengua escrita

Durante nuestra estancia en Arequipa, el día 16 de noviembre, se cumplieron 476 años del encuentro del Inca Atahualpa con el padre Valverde en Cajamarca, Perú.

La anécdota la escuchamos en la conferencia sobre El discurso de la calle que Víctor Vich ofreció en la Alianza Francesa, en el marco del II Festival Nacional de Narración Oral, Déjame que te cuente:

En 1532 se encuentran el gran Inca Atahualpa y Pizarro. Junto al conquistador está el fraile Vicente Valverde que lleva en la mano derecha una cruz, y en la izquierda la Biblia. El fraile presenta al indio el libro divino y le invita a entregarse a él, pues en él reside la verdad y la vida. Fuera de la buena nueva del evangelio, todo lo demás es burla.


El Inca responde que él no adora sino al Sol, que nunca muere. Prudente sin embargo, pide el libro, un objeto que le resulta del todo extraño. Lo mira. Lo toca. Lo voltea. Lo acerca a su oído, pues si en verdad Dios habla a través de él, escuchará sus palabras.

Sin embargo el libro permanece en silencio. No pronuncia palabra alguna.

Como el libro no le ha hablado, lo arroja al piso.

No bien ha caído el libro sobre el polvo cuando suenan los arcabuces, a la voz del Padre Valverde que arenga a los soldados de la corona española: "Acudan aquí caballeros, estos indios gentiles están contra nuestra fe".

Desde ese instante y por los siglos que suceden a ese hecho, la oralidad queda subordinada a la lengua escrita. La tradición oral –la cultura indígena entera-- quedará marginada frente al saber letrado del europeo que aparece cifrado en signos visibles.

Por el pecado de no saber leer y no saber escribir, Atahualpa y todos los suyos llevarán en su frente el estigma de los ignorantes. La historia les reservará el mismo sitio que a los animales.

Quinientos años después, en Latinoamérica, nos seguimos preguntando por qué razón nuestros pueblos no leen; por qué el proyecto de libro es un proyecto fracasado; por qué el analfabetismo persiste a pesar de cuanta cruzada se lanza para vencerlo.

En buena medida –sostiene Vich— esto se debe a que el libro está asociado al poder; el libro es el símbolo de la conquista. Aún hoy, el reflejo cultural prevalece. Quien lee Conversación en la Catedral de Vargas Llosa se viste de prestigio. Quien va por el camino de mitología indiana –cuyo último reducto es siempre la memoria, la voz de los viejos— se arriesga a la devaluación, al olvido…

El señor de los milagros

Y si ciertamente la conquista es un ejercicio de imposición, sabemos que en realidad la imposición poco consiguió, y fue en realidad el mestizaje, el sincretismo, lo que permitió finalmente la asimilación de los mensajes europeos y católicos.

En ocasiones el sincretismo es simplemente un producto; en ocasiones es más bien una estrategia; a veces una casualidad…

Así me lo parece a mí en el caso del Señor de Los Milagros, el Cristo al que el pueblo peruano adora, pues es su protector contra los sismos. Valga la pena decir que existen distintas versiones sobre el culto…

Resulta que una de las grandes deidades a las que se adora en algunas tribus preincaicas es el Dios Pachacamac, señor de la tierra, señor de la fuerza, “aquel que mueve al mundo”. Los sismos, los terremotos, los temblores son su presencia visible en el mundo…



Ocurrió que a la ciudad de Lima fueron llegando distintos pobladores. Algunos negros, provenientes de África se radicaron cerca del sitio de Pachacamac. Uno de ellos dibujó en el muro de la iglesia un cristo moreno, que fue bautizado como el Cristo de Pachamamilla.

Un sismo azotó a la ciudad, cayeron infinidad de edificios. Murieron infinidad de personas. Inclusive la iglesia que resguardaba al Cristo de Pachamamilla cayó. Sólo quedó en pie el muro en que el Cristo estaba pintado.

A pesar de la terrible muerte que se sumaba a los sufrimientos de los pobladores de la ciudad, el fenómeno les pareció a los habitantes de Lima milagroso. Bautizaron desde entonces a la efigie como el Señor de los Milagros.

El culto convoca a finales del mes de octubre, desde aquel lejano siglo XVII, a todos los fieles a salir a las calles de Lima en procesión, a pedirle protección al Dios, pues él, en su omnipotencia, es “la fuerza que mueve al mundo”, y cuya inmensa sabiduría separará a quienes mueran aplastados de quien tenga la gracia de salvarse en la siguiente catástrofe terrena…




Alud en Huarás

En la víspera de un viaje que nunca realizamos a Huarás, nuestro amigo Ukumari nos relata una historia ligada a la actividad volcánica de la impresionante Cordillera de los Andes, y que bien podría formar parte de la larga tradición del Señor de los Milagros:


Cerca de Huarás es día de fiesta. Los niños van disfrazados al colegio según la tradición lo indica, para participar en las celebraciones. Pasado el medio día, la tierra se simbra y cuartea el fondo de la laguna que yace en el cráter del Monte Harascán. Un enorme alud de lodo y piedras se desgrana por la ladera del monte.

El pueblo, alarmado, corre despavorido a resguardarse al panteón, que se encuentra en la parte más alta del pueblo, pues saben que si hay una posibilidad de salvarse es ahí, con sus muertos, sobre las lápidas blancas de las tumbas. Todos corren desaforados en medio de la tronadera que va desgajando todo a su paso. Los maestros corren al frente de sus alumnos. Los padres cogen a sus hijos. Todos ayudan como pueden a los viejos. Algunos hacen por salvar lo que pueden sobre el lomo de sus mulas.

Sólo algunos logran llegar al panteón. El resto queda sepultado.

Entre los que se han salvado hay un hombre que ha rescatado a su pequeña hija de cinco años de en medio de una parvada despavorida de niños que salía del colegio. La tomó del brazo y la cargó como si fuera un bulto en su pecho, y corrió tres kilómetros ladera arriba, a punto de explotarle los pulmones y salírsele el corazón.

Cuando cesa el peligro, sentado sobre un mausoleo de criptas superpuestas, el papá afloja el abrazo con el que atenaza a su hija contra su pecho, para besarle el rostro y agradecer a dios por el azar que le ha permitido salvarla del desastre.

Siente que los pulmones se le revientan y el corazón se le sale del pecho cuando descubre que la niña que ha cargado no es la suya. En la prisa y el caos, ha confundido a su hija con una de sus compañeritas, que esa mañana llevaban disfraces semejantes al de su niña.

El horror que le invade ante tan mala suerte es pronto superado por la ternura que le invade desde el núcleo de su frágil humanidad, pues así como el ha perdido a su niña y a su esposa bajo el alud, así también, la niña –pequeño bultito indefenso a quien la providencia de sus brazos salvó de la muerte-- ha perdido a sus padres y a sus hermanos.

El hombre adopta a la niña, y sella en su corazón un juramento. Mientras él viva, a ella no le faltará amor, comprensión o recursos para devenir en todo lo que ella pueda y quiera ser; para encontrar el amor y cuando llegue el día, dar también vida. Pues –así lo ha decidido la montaña, así lo ha decidido el Señor de los Milagros— él es el padre de esa niña, si no por razones de sangre, si por obra de aquello que los hombres designan con la palabra espíritu.

Simetrías…

Hemos ya mencionado en algún sitio que de todos los países por los que hemos pasado en el viaje – Caribe, Centroamérica, Colombia y Perú—es este último el que nos parece que tiene un paralelismo más importante con México.

Varios rincones de Lima tienen sabores semejantes a los del distrito federal; el primer cuadro de varias ciudades es prácticamente idéntica; varias expresiones del lenguaje son compartidas; hay incluso algunos paralelismos culinarios…

Obviamente todo ello se explica en parte porque ambas tienen orígenes semejantes: sangre india de innumerables etnias, sobre las que prevaleció un imperio –Azteca e Inca— que sería conquistado por los españoles y su tradición católica.

Habrá sido que de ese paralelismo se desprenden una serie de coincidencias simétricas: Como aquella de la leyenda urbana que cuenta que la majestuosa catedral que engalana el zócalo de la Ciudad de México está ahí por error, pues su destino original era haber sido construida en la Ciudad de Lima. Cuentan que el error se debió a que algún funcionario novohispano tuvo a bien traspapelar los planos de ambas iglesias.



De la misma forma – nos cuenta el Chato Miguel— la gran estatua que se erige cerca del palacio municipal de Lima en honor al Pizarro, y que es una de las tres que existen en el mundo –una en Trujillo, España, donde nació, y otra en Búffalo, Estados Unidos—tiene dos pecados. El primero, es que resulta irónico que se honre a aquel que subyugó a todo un pueblo, aquel que mató a sus hombres y violó a sus mujeres. Acaso por ello en el 2003 a la estatua le fue impuesta la penitencia de ser retirada por el alcalde de la ciudad y reinstalada en el Parque de la Muralla.

El segundo pecado, nos cuenta, es que esa efigie no es la de Pizarro, sino en realidad es la de Hernán Cortés. Esto es posible verificarlo físicamente, asegura, por ciertos detalles de la indumentaria, pues la estatua tiene algunas insignias que revelan en el personaje cierta formación militar de carrera – como fue en el caso de Cortés – y que hubieran sido imposibles en Pizarro, que no fue otra cosa que un criador de cerdos en su juventud, y fue sólo su arrojo y el deseo de aventuras el que lo trajo a la América.

Los chismes de la historia parecen confirmar esta apreciación, y consignan 1929, la viuda del escultor, un tal MacDonald la ofreció al gobierno de Lima, una vez que el gobierno mexicano la rechazó, pues es de suponerse que los instintos nacionalistas del recién instaurado gobierno revolucionario, jamás tolerarían ensalzar la figura del conquistador.

Surrealismo…

Durante el viaje hemos empezado a verificar que por alguna razón, la vida de las estatuas está plagada de pequeños accidentes y desventuras…

Chato mismo nos cuenta otro detalle surrealista, ahora de la estatua de San Martín. Según nos dice, le fue solicitado al artista encargado que en el pedestal del monumento al generalísimo don José de San Martín esculpiera a una mujer representando a la libertad –semejante a aquella que se encuentra en la Bahía de Nueva York y que escupió Bartholdi— y que portara en sus manos una "llama votiva".

El artista no escuchó bien la indicación. O no la entendió. O la entendió como mejor pudo… y, en vez de la "llama votiva", una flama ígnea, una antorcha de fuego, esculpió una “llama nativa”, un pequeño camélido sobre la cabeza de la mujer que representa la libertad…



La anécdota me hace evocar una de México, que podría ser apócrifa: André Bretón, el padre del surrealismo, visita México. Mira con asombro el trabajo de los artesanos que tallan la madera con sutileza y perfección. Se acerca a uno de ellos, y le pregunta si sería posible que elaborara una silla con garigoles y detalles que siempre ha estado en su mente. El artesano asiente. Bretón entonces hace un pequeño esquema de la silla en un papel. La dibuja en perspectiva.

Cuando regresa un mes después a recoger su encargo descubre con sorpresa que el artesano ha “malinterpretado” el croquis; ha interpretado a la letra los ángulos de la perspectiva con la que dibujó el mueble, de tal forma que en esta silla disfuncional el asiento se encuentra inclinado, y unas patas son más largas que otras, tal como aparece en el dibujo. Bretón exclama entonces que México es en efecto un país surrealista…

Y aunque Monsivaes siempre tomara el calificativo como denigrante, por buenas razones, desde una perspectiva más ingenua, la frase bien aplica también para el Perú…

1 comentario:

Unknown dijo...

no fui yo el que les conto lo de la llamita en la cabeza de la libertad???'
jejeje
saludos el wayqui
:-P