viernes, 7 de noviembre de 2008

Mil mundos en nueve días

La dinámica viajera en Colombia tiene una intensidad peculiar. En sólo nueve días entramos y salimos, como si se tratara de toboganes cósmicos, de todo tipo de mundos. Conocemos personas distintas, cada una con sus sabores, sus colores, sus texturas, sus historias...

La loca travesía inicia el sábado cuando Sandra, una antigua amiga que Jennifer conoció en la época de Bucaramanga, junto con su esposo Carlos E. , nos llevan a pasear por Villa de Leyva. Ambos son psicólogos. Charlamos sobre los procesos de cambio: ¿es posible que una persona se transforme, rediseñe su vida, cambie sus patrones? Ellos, que han trabajado con poblaciones que han sido afectadas por la guerra -- madres que han perdido a sus hijos, hijos que han perdido a sus padres, hombres que han perdido su casa y su historia, desplazados -- nos cuentan el intrincado proceso que cada uno de ellos tiene que vivir para poder perdonar a la vida por lo que les ha puesto enfrente y continuar hacia adelante.


El fin de semana está lleno de evocaciones del periodo en que Jennifer vivió aquí hace seis años. De personajes como aquel psicólogo pintoresco --Frank-- y su trabajo en el que conduce procesos intensos de cambio con técnicas alternativas: representaciones teatrales sobre la conquista para generar insight sobre el rol del sometedor y el sometido; performances en piscinas para reconstruir el momento del nacimiento...

Regresamos corriendo a Bogotá para contar cuentos en Usaquén en plena plaza, con un amigo que recién hemos conocido: Fernando Lara. La plaza está llena de familias que, saliendo de misa, se sientan en las escaleras frente a la iglesia a escuchar.

Mientras Jennifer cuenta una pequeña historia que Galeano ha consignado en el Libro de Los Abrazos, "El Tesoro", la campana de la iglesia empieza a tañir con fuerza, justo cuando ella describe cómo late el corazón del viejo que protagoniza el relato, mientras recibe una de las cartas de amor que un grupo de ladrones le ha robado, y que en retaliación ha decidido regresarle, de a una por semana...



El lunes, en Bogotá nos encontramos con Miguel y Agnes, los mexicanos de Laboratorio en Movimiento que están haciendo un viaje semejante al nuestro en una camioneta movida por aceite de cocina.

Entre cervecitas y pizzas que ellos invitan con los vales restocheck que una amiga les donó, experimentamos una sensación de estar mirándonos al espejo: Ambos se conocen desde hace muchos años, pero (igual que nosotros) son pareja apenas desde hace tres. Quieren (igual que nosotros) llegar hasta la Patagonia. A lo largo de su recorrido van recogiendo material para un minidocumental (igual que nosotros) sobre conciencia ecológica, proyectos de energía renovable y sustentabilidad. Van (igual que nosotros) haciendo presentaciones --conferencias sobre proyectos sustentables-- y escribiendo un blog --www.laboratorioenmovimiento.com.


Agnes cuenta cómo (igual que Jennifer) desde pequeña quería hacer este viaje. Agnes tiene (igual que Jennifer) dos nacionalidades, la francesa y la mexicana. Miguel (como yo) es un poco más racional, Agnes (como Jennifer) confía más en la intuición. Miguel (como yo) dejó atrás el trabajo para lanzarse a la aventura, algunos de sus clientes lo impulsaron, otros resintieron su decisión. En el viaje (igual que nosotros) empezaron haciendo ambos de todo, pero poco a poco se han ido decantando roles específicos -- Miguel es el responsable de la logística y el proceso del biodiesel, Agnes, la responsable de la fotografía y la escritura. Van (igual que nosotros) vibrando con Latinoamérica, alegrándose y enfermándose al ritmo de la historia de cada país. Ellos (igual que nosotros) aún no saben qué será exáctamente de su vida al regresar, pero sueñan con que este viaje sea la semilla de un testimonio que convoque a otros a transformar su forma de vida -- usar los recursos, la energía, de forma responsable, distinta.

El martes por la tarde hacemos una sesión de fotografías sobre la Torre Colpatria para el festival "Quiero Cuento". Vemos Bogotá desde las alturas. Estar en el edificio más alto de la ciudad de Bogotá nos llena de vértigo. Uno siente que vuela; uno contacta sus miedos, su fragilidad, su pequeñez.


En la sesión de fotos conocemos al reportero gráfico Herminso Ruiz Ruiz. Herminso nos hace reir, nos hace bailar, nos hace saltar. Toda la sesión es un juego. Viéndolo aprendo que la fotografía de retrato, como casi todo lo que tiene que ver con el trabajo con las personas, tiene sólo un 20% de componente técnico. El 80% restante es enteramente un trabajo de contacto, de desarrollo de un vínculo, de generación de una cierta atmósfera emocional.

El martes por la noche contamos cuentos para Cristina Uribe y su familia. En nuestra estancia en Bogotá Cristina ha sido nuestra anfitriona. Ha sido nuestra mamá sustituta. Nos preparó un cuartito en su departamento con un colchoncito y sábanas de lino blanco. Cada noche nos juntamos a cenar (a comer, como dicen los colombianos). Nos deja cocinar y se deja consentir. Platicamos mucho. Platicamos de Gaby, su hija y la amiga histórica de Jennifer. Escuchamos sobre sus ganas de ser abuela pronto. Escuchamos de su preocupación cada vez que Gabriela o Andrés, su esposo, viajan a la selva para los proyectos de investigación que hacen sobre las comunidades de monos en Colombia. Nos cuenta sobre su sueño de poner un hotelito boutique en Bogotá. Sus ganas de adornarlo de pies a cabeza con ese gusto impecable que tiene. Sobre cómo se imagina cada noche platicando sabroso con cada uno de sus huéspedes a la hora de la cena, igual que platica con nosotros.



En la minifunción del martes Cristina ha invitado a varios miembros de su familia. La velada es super formal. Nos abre un mesero en smoking. Nos ofrece una copa y vino. Todo mundo llega de traje y corbata. Nosotros venimos con nuestra misma ropa ya desgastada y un poco apestosa. Con nuestras botas y mochilas de viajero. La atmósfera está plagada de un aire culto y refinado. Cada uno de los miembros de la familia es un personaje. El tío abuelo fue el director de la Cruz Roja en Colombia. La hermana es terapueuta transpersonal. El primo es un pintor que recién ha viajado por el Perú y Bolivia. Álvaro, su hijo, participa en la edición de la revista Semana. Su mamá es pintora ella misma y ha ilustrado cuentos para niños. Después de cada cuento, espontáneamente se abre un espacio de comentarios sobre los autores de nuestros cuentos. Alguien incluso se avienta a relatar algún cuento. Nos cuentan anécdotas poco conocidas de Gacría Márquez...

El miércoles llegamos a Manizales, al festival de Teatro. El espíritu es festivo. Las calles están llenas de arlequines, de zanqueros, de cirqueros. El aire recuerda un poco al festival Cervantino en Guanajuato (antes de que por la noche corra el alcohol). Nos volvemos a encontrar con nuestros amigos Jota y Cociaca. Ambos son un par de montañeros antioqueños. Ocurrentes, palabreros, sencillos, sin demasiadas complicaciones. La plática ronda alrededor del estadio de desarrollo de la cuentería en Colombia. Colombia es sin duda el Hollywood de los cuentos. Para ingresar en los festivales los locales compiten. Gran parte de las funciones se pagan. Ser cuentero profesional es una cuestión posible. Se cuentan cuentos en las universidades, en los teatros, en los cafés, en los bares. No es raro encontrarse audiencias de varios cientos de personas.



Nosotros hacemos tres funciones. Una función callejera en la que vamos contando cuentos mientras itineramos. Ese jueves por la tarde se da la nota alta. Contamos cuentos frente a cerca de mil personas en la Plaza Simón Bolivar. El sonido hace eco, creando la ilusión que los cuentos se cuentan con copia. El viernes cerramos con otra función en la universidad de Caldas, cerca del estadio donde el Once Caldas le arrebató al Boca Juniors la Copa Libertadores hace pocos años.

Los tres días que estamos en Manizales Christian y María del Mar, un par de cirqueros y actores, nos pasean y nos muestran la ciudad. Mientras estamos ahí nos cuentan sus historias de cómo llegaron a las tablas. Sueñan junto con nosotros sus sueños de causar admiración, de emocionar, de conmover a punta de tragedia y comedia, de salto, poema, risa, lágrima, pirueta y pulso.

El sábado llegamos a Salento, a hospedarnos en un hostal de nombre Plantation House que es regenteado por una pareja simpática. Un inglés de sesenta años que tomó anticipadamente su fondo de pensión para comprar un terreno en este páramo cafetero de la sierra colombiana, y que junto con Cristina administra este paraíso de mochileros. Su dinámica de pareja es curiosa: él habla a duras penas español; el inglés de ella deja mucho que desear. Hay algo curioso en la atmósfera del hostal, pues el 90% de los huéspedes hablan inglés. Vienen la mayoría de sitios remotos -- Nueva Zelanda, Escocia, Australia, Alemania. Varios de ellos son mochileros consumados.

Por la noche, mientras me cocino una pasta para cenar, soy testigo de una rara reunión: cuatro de ellos comparten sus "historias de guerra". Dieciseis meses lleva en el viaje el que menos ha viajado y treinta años cuenta ya el que más. Hablan sobre las enfermedades que han padecido en sitios extraños como el Congo, Bali, Tailandia, Ghana. Describen las fiebres y los temblores. La desesperación de sentir que morían rodeados de indios o campesinos con los que era imposible comunicarse, en sus idiomas locales. El vértigo de intuir en aquellos momentos en que la vida se les escapaba dramáticamente, que los doctores y enfermeras que los atendieron no tenían idea alguna de cómo tratar sus raros padecimientos. La charla está llena de referencias a raras manchas multicolores, a persistentes comezones, a cegueras momentáneas, a parálisis súbitas, a delirios demoniacos. Personalmente la imágen que más me alteró fue aquella que contó el más longevo de los viajeros sobre cómo llegó a tener 27 lombrices caminándole simultáneamente entre los músculos y la piel, y cómo incluso una de esas larva migrans le caminaba por el escroto...


El domingo, en Salento, conocimos a una pareja de españoles, Irene y Gonzalo. Nos hacemos amigos. Son interesantes, curiosos, risueños.

Entre charla y charla nos comparten una imágen inverosímil de su paso por la costa colombiana, en un pueblo indígena gestionado autónomamente: Han presenciado cómo es que la justicia se administra en los cabildos, con esquemas de translación de poder anuales, lo que conduce a una extraña cultura de la retaliación.
Desde una conciencia occidental, presencian con ojos desorbitados un juicio. Se juzga a un muchacho que ha robado unas gallinas. Lo de menos es que lo haya hecho porque tiene hambre. Se discute en una asamblea popular cuál ha de ser su castigo, y cuál el monto de la multa que han de imponerle. Le han colgado boca abajo en la rama de un árbol. A punto de desfallecer, el muchacho trata de erguirse, pero el juez lo empuja hasta que cede. Mientras sufre la tortura y el escarnio público, el juez lo sermonea. Se pone a sí mismo como ejemplo de rectitud y buena conciencia. Lo hace como catequizando a los niños del pueblo que escuchan entre curiosos y horrorizados. La mujer agraviada por el robo, aquella que acusó al muchacho, es la única que se atreve a acercarse. Está conmovida. Trata de auxiliarlo, de ayudarlo a incorporarse para que respire. "¡Ya suéltenlo!, ¡Tengan compasión!", grita desesperada. El gobernador no le hace caso. Morado, inconsciente, el muchacho ha de tragarse este sermón, hasta la última palabra...

No hay comentarios: