sábado, 29 de noviembre de 2008

Perú o el Viaje de los Sentidos

Gastón Acurio, el príncipe de la cocina peruana

Ya lo hemos dicho: Perú como México, Guatemala y como otros países latinoamericanos que hemos visitado en el viaje, tienen complejos mosaicos culturales, sociales y económicos, y sufren una potente crisis de identidad. Hay una dificultad endémica para identificarse con el pasado y para mirar hacia el futuro. A veces uno se siente inclinado a exclamar: ¡Pobres pueblos tristes perdidos en un laberinto sin salida! En que sus intelectuales, sus políticos, sus líderes son tan impotentes para crear condiciones de revitalización, de reconstrucción…

Frente a tan gris panorama, es sorprendente entonces encontrar que un personaje consigue trascender raza y clase social, e incidir potentemente en la conciencia de su pueblo. Reactivar su imaginación. Disipar la vergüenza de su origen. Lanzar a su pueblo a un viaje sorprendente hacia el futuro y hacia el resto del mundo a la vez que rescata sus raíces.

El personaje es Gastón Acurio. Un cheff… Uno siente casi la tentación de decir “Un simple cheff…”

Pero sin embargo, todos los peruanos hablan de él. Todos comen su comida. Todos ven sus programas de televisión. Todos quieren ser como él. Desde Gastón, hasta los cocineros de mercado usan gorritos estilizados de cheff. Y un dato para medir su impacto. Antes de él, en este país se consumían treinta whiskies por cada Pisco Sour. Después de él, la relación se ha invertido.

Gastón Acurio es un personaje improbable, casi un antihéroe como los hobbits de J.R.R. Tolkien: simpaticón, parlanchín, bajito y rechoncho. Más aún, Gastón es como el Remy de Ratatouille, alguien que desafió el destino que su familia le había asignado como alumno de derecho en Madrid, para heredar las glorias del padre que había sido un gran político peruano.



Según cuenta en el prólogo de uno de sus libros, la historia es interesante, pues antes de ser el embajador de la comida peruana que hoy es, él mismo no se salvó de cierto reflejo malinchista que valora lo extranjero por sobre lo local: en su primer restaurante, todo era francés, desde los ingredientes hasta la carta…

Pero poco a poco, a fuerza de ir al mercado a buscar los imposibles ingredientes que la carta del Cordon Blue le exigía, fue topándose con la esencia de la comida peruana, de sus ingredientes, de sus platillos, de sus cocineros. Una aventura de descubrimiento que poco a poco ha transformado la comida en el Perú, integrando la cadena de valor que va desde el productor hasta el consumidor. Al punto que hoy día ha conquistado el reconocimiento en el mundo entero y de hacer que el sueño de que la comida peruana sea tan reconocida como la mexicana, la francesa o la italiana, no sea un sueño irrealizable.

Además, como el héroe que es, sabe que su discurso trasciende la comida. No tiene empacho en abanderar lo que considera la tarea de su generación: romper el estereotipo de que su país nació para vivir en el tercer mundo; pues es justamente la misma creatividad e inventiva que demanda la cocina, la que hace que los pueblos crezcan, se dinamicen, encuentren riqueza más allá de lo que está enterrado bajo la tierra…

Norma y extremos del espectro culinario del Perú

En la norma de la cocina peruana está la papa, don del dios Wiracocha a los Incas. Se han inventariado más de 4000 especies de papa, y casi no hay platillo que no integre a uno de esos pequeños tubérculos, ya sea como plato principal o como acompañamiento.


En la norma está también el pescado, que según nos cuenta Briscila, nuestra segunda anfitriona en Lima, es extraordinario, pues frente a las costas del Perú chocan la cálida corriente del Niño que va de norte a sur, y la fría corriente de Humboldt, que sube de sur a norte, creando un entorno perfecto para la reproducción de la vida marina.

El pescado se come crudo, con limón, sal cebollita y rocoto (chile) para producir un riquísimo cebiche. El calamar que se empaniza y se fríe para dar lugar al chicharrón. Los mariscos se comen también con arroz, en un plato que no le pide nada a la paella.

En el extremo de la comida peruana está la carne de Alpaca, ese simpático camélido que no sólo dona su abrigo para sweateres, chalecos y bufandas, sino que además se ofrece para ser degustada. Todavía más cerca del tope de la curva está el Cuy, pequeña ratita que se come en Cuzco, asada y aderezada; y por si hiciera falta en alguna región sureña del Perú se come gato, igual que en algunas regiones de Corea.

El prejuicio de estar comiendo un animal doméstico tan cercano al corazón del hombre no debiera ser tan agudo, cuando sabemos que en México, en cualquier descuido y sin que uno alcance a distinguirlo, le recetan una barbacoa de perro para chuparse los dedos. Pero aún así, hay algo en la elegancia y el orgullo del felino que vuelve la posibilidad de comérselo del todo repudiable…

En nuestra estancia en Lima, Waiqui nos lleva a comer anticucho de res, que no es otra cosa que el corazón de la vaca… Como correspondía a los viajeros recién llegados, era imposible negarnos, pues no sólo hubiéramos insultado a nuestros anfitriones, sino que además, habríamos pasado por falsos viajeros.


Para salir airoso del trance, me sugestiono trayendo a mi mente las lecciones de mis maestras de biología en secundaria – Marisela y Male – que insistían que existen dos tipos de músculos en el cuerpo: músculo estriado, como en nuestras nalgas, o en nuestro bíceps; y músculo liso, como en el corazón. Propiedad gracias a la que justamente puede actuar como bomba hidráulica…

Los comensales peruanos que degustan junto con nosotros el músculo liso, encuentran mi ocurrencia singular, pues a fin de cuentas -como lo repito una y otra vez mientras paso los bocados- ¿qué diferencia puede haber entre esto y un buen bife de chorizo?

El precio de tener una mesa en el huarique

La revolución culinaria del Perú hace que cada persona sea un pequeño gourmet en potencia— cazador de sabores, explorador de condimentos, catador de sutiles esencias. Gambusinos de comida que reclaman un sitio en el arte del paladar…

Quienes entran en este aventura saben que el recinto último de la cocina es lo que se conoce como huarique. Huarique significa agujero en quechua, pero específicamente se refiere a esos restaurantes ubicados en zonas poco conocidas de Lima donde se preparan platos extraordinarios conocidos como "tesoro de autor”.


Si uno logra dar con un huarique y llegar a tiempo para conseguir mesa, por unos cuantos soles (moneda peruana) uno puede acceder al paraíso por vía de la lengua; participar del organón universal que hasta antes de esta revolución reclamaban exclusivamente para sí los amantes de las drogas; experimentar inesperadas convulsiones de placer; o, simplemente quedar feliz y satisfecho…

Wayqui -que como testimonian estas crónicas fue un infatigable informante-, nos cuenta una pequeña anécdota-leyenda-urbana que reseña el tremendo magnetismo que los huariques limeños:

En un recóndito sitio de Santa Catalina, dentro de la ciudad de Lima, está el huarique del Chef Wong: Sankuay. Javier Wong no tiene carta y siempre cocina lo que la inspiración le indique en el momento: de una sola mirada decide lo que el comensal requiere, y sólo se limita a preguntarle si quiere algo frío o caliente. En menos de diez minutos confecciona un platillo irrepetible. El asunto cobra un ribete claramente mágico cuando uno repara que en la cocina de este artista no hay más que un par de sartenes, una hornilla, un par de cucharas, cuchillo y tabla de picar.

Cuentan que en las épocas del gobierno de Fujimori, se presentó un día a comer al huarique Wong quien fuera el brazo derecho del dictador: el siniestro Vladimiro Montesinos, por cuyas maquinaciones, según señalan versiones, miles de peruanos murieron. Un personaje al que nadie podía negar nada, so pena de amanecer hecho cachitos en una bolsa de basura en algún tiradero de las afueras de Lima.

El Chef Wong lo vió, lo reconoció, y le indicó que no había lugar. Que si quería comer en su huarique, tendría que esperar como todos.

Y Montesinos se aguantó, y esperó de pie más de tres cuartos de hora para poderse sentar a degustar una de las fugaces creaciones.

Pues hasta los superpoderosos –los que desde su aura de impunidad saben que nada es imposible para ellos— saben reconocer cuando alguien tiene un talento superior. Alguien que como Wong, fue tocado por la divinidad…

Vida sexual de los prehispánicos

Puede sonar a herejía, pero a nosotros no nos causa rubor alguno reconocer que durante el viaje han sido más bien escasos los museos que visitamos, y más aún, que de ser posible, los evitamos. Por un lado, porque en el viaje preferimos poner nuestra energía en desentrañar la Latinoamérica viva, la que se mama en las calles y en las charlas con la gente. Por otro -todos lo hemos vivido-, cuando nos ataca la fiebre museográfica e ingresamos al segundo museo del día, inevitablemente entra uno en una mecánica automática, en la que deja de apreciar la obra que tiene enfrente. Frente a la posibilidad de empacharnos e indigestarnos, hemos elegido viajar más bien ligeros…

Sin embargo, estando en Lima, fue difícil resistir la sugerencia de Wayqui de que visitáramos el Museo Larco Hoyle. Teníamos un tiempo muerto antes de tomar un bus, el museo estaba realmente cerca de su casa, y sobre todo, como pícaramente lo sugirió nuestro amigo, “podrán ver la colección de figurillas eróticas que las tribus preincaicas manufacturaron en barro.”

Será por puro interés antropológico; o porque todos los que estudiamos psicología conservamos algo del estudiante de tercer semestre de la carrera que inmaduro aún, deforma hasta la herejía a Freud y a todo le ve tema de sexo y forma de falo; o simplemente porque cualquiera tiene su corazoncito curioso, que decidimos darnos un paseo por ahí…

La colección es interesante. Más allá del valor que obviamente tiene como registro histórico del costumbrismo prehispánico, las figurillas revelan una faceta frecuentemente omitida cuando se piensa en estas culturas. Pues acaso nuestra concepción está viciada de orígen: demasiado acostumbrados estamos a las estampas de monografías en las que aparecen los grandes dirigentes, ataviados de un estrafalario ornamental aureo y coronados con extravagantes penachos plumíferos; demasiado cruzada nuestra visión de estos pueblos por la sensación de pequeñez que experimentamos frente a las inmensas pirámides.

En nuestra valoración solemos pasar por alto que estas tribus estuvieron fundamentalmente compuestas por personas comunes y corrientes.


Hombres y mujeres que no estaban exentos de humor. Que encontraban un cierto goce en la picardía de confeccionar una taza en la que el comensal estuviera forzado a beber directamente del enorme pene, en simulada felación, so pena de derramar el líquido si intentaba acometer la bebida por otro sitio…

Hombres y mujeres, iguales que nosotros, que sabían que en la vida nada hay tan bueno como dormir bien, comer bien, y, sobre todo… echar un buen polvo



Democratización y perplejidad del sexo, según Vargas Llosa

Durante nuestra estancia en Arequipa mi cuerpo da muestras de que los seis meses de viaje no han pasado en vano. Una tremenda gripa me ataca y nos fuerza a quedarnos encerrados en el hostalito sin poder recorrer la ciudad o trepar el volcán Misty.

Nos resignamos también a no visitar el famoso Cañón del Colca, donde el cóndor andino sigue presentándose puntualmente cada mañana a pesar de la turba de turistas que se arremolina para presenciar su majestuoso vuelo y festejar su aparición con los flashes de sus cámaras a la voz de “¡Coundour!”…

Así que, armado de kleenex, penicilina, paracetamol y jarabe, me dispongo a utilizar las pocas energías que me quedan para leer. Elijo a Vargas Llosa, acaso el más prolijo –su prosa es extraordinaria— y controversial –su carrera y posición política lo marcó y fragmentó el afecto que le tenían los compatriotas- de los escritores peruanos.

Para efectos de este texto en el que pretendo celebrar la fiesta de los sentidos que hemos testimoniado durante nuestra estancia en este país, encuentro las opiniones de Vargas Llosa alrededor del tema del sexo particularmente interesantes: él es claramente un vocero de una generación entera. Nadie puede negar que de su pluma se desprenden imágenes y atmósferas vívidas y precisas. Y por si faltara más justificación su propia historia amorosa y su aprendizaje del sexo, según lo consigna en sus novelas autobiográficas y en sus memorias, es todo menos convencional: en la escuela militar participó de extraños rituales autoeróticos en los que los muchachos competían en las categorías de velocidad y distancia; no se libró de la trampa de algún padrecito que lo tocó y trató de bajarle la bragueta mientras le mostraba una revista con fotografías de mujeres encueradas; descubrió las artes del amor en los prostíbulos de la Lima de los cincuentas; se casó en primeras nupcias con su tía Julia que le llevaba cerca de trece años; más tarde se casó con Patricia, su prima hermana…

Ahora bien, vale la pena también señalar que la cita que a continuación consigno no está excenta de cierta chocantez, pues algo en ella no termina de sonar auténtico, cae rápidamente en la nostalgia-lugar-común de que “todo tiempo pasado fue mejor” y su valoración de la sexualidad en las nuevas generaciones es demasiado parcial y limitada.

Aún así, he aquí el testimonio, en la que no es improbable que un cierto sector se sienta bien representado:

“Mi generación vivió el canto del cisne del burdel, enterró a esa institución que iría extinguiéndose a medida que las costumbres sexuales se distendían, se descubría la píldora, pasaba a ser obsoleto el mito de la virginidad y los muchachos empezaban a hacer el amor con sus enamoradas. La canalización del sexo que eso trajo consigo es, según psicólogos y sexólogos, muy saludable para la sociedad, la que de este modo, se desahoga en abundantes represiones neuróticas. Pero ha significado también la trivialización del acto sexual y la extinción de una fuente privilegiada de placer para el ser humano contemporáneo. Despojado del misterio y de los tabúes religiosos y morales seculares, así como de los elaborados ritos que rodeaban la práctica, el amor físico ha pasado a ser para las nuevas generaciones lo más natural del mundo, una gimnasia, un pasajero entretenimiento, algo muy distinto de ese misterio central de la vida, de ese acercarse a través de él a las puertas del cielo y del infierno que fue todavía para mi generación. El burdel era el templo de aquella clandestina religión, donde uno iba a oficiar un rito excitante y arriesgado, a vivir, por unas pocas horas, una vida aparte. Una vida erigida sobre terribles injusticias sociales, sin duda –a partir del año siguiente, yo sería consciente de ello y me avergonzaría mucho de haber ido a burdeles y haber frecuentado a putas como un despreciable burgués—, pero lo cierto es que aquello nos dio, a muchos, una relación muy intensa, respetuosa y casi mística con el mundo y las prácticas del sexo, algo inseparable de la adivinación de lo sagrado y de la ceremonia, del despliegue activo de la fantasía, del misterio y la vergüenza, de todo eso que Bataille llama la transgresión.”

La cita desemboca en una parte que me parece hermosa, y cuyo fragmento referido a la mujer, suscribo:

Tal vez sea bueno que el sexo haya pasado a ser algo natural para el común de los mortales. Para mí nunca lo fue, no lo es. Ver una mujer desnuda en la cama ha sido siempre la más inquietante y turbadora de las experiencias, algo que jamás hubiera tenido para mí ese carácter trascendental, merecedor de tanto respeto trémulo y tanta feliz expectativa si el sexo no hubiera estado, en mi infancia y juventud, cercado por tabúes, prohibiciones y prejuicios, si para hacer el amor con una mujer no hubiera habido entonces tantos escollos que salvar.”

La suerte del brichero

En un plano, el imaginario colectivo latinoamericano se enciende fácilmente alrededor de la posibilidad de tomar revancha del extranjero que lo conquistó y durante siglos lo subyugó. Cuando de chingarse al gringo o joder al gachupín se trata, el humor latinoamericano encuentra harta tela de donde cortar, y en los chistes en los que los caracteriza como bobos y lerdos, encuentra una enorme satisfacción, aunque sea sólo a través de una trasacción de la ficción.

A casi ningún latinoamericano le es difícil identificarse con el negrito caribeño aquel –semi-encuerado y con un simpático sombrero de palma— que en un enorme póster se apuesta frente a la embajada norteamericana en La Habana, y despreocupado desafía al gigante continental: “Señores imperialistas: no les tenemos absolutamente ningún miedo…”

Le parece al latinoamericano que derrotar a sus añejos señores, por ejemplo, en los deportes, es una compensación para los innumerables ultrajes históricos. Así a todos se nos inflama el pecho y vibramos al ritmo verdeamarela de Brasil o el celeste de la Argentina, cuando sus equipos de fútbol –sencillos muchachos de las fabelas de Río, bajitos y orgullosos porteños de los barrios pobres de Buenos Aires—bailan en el campo de juego a los portentosos gladiadores europeos.

En México hay quien en un juego de humor nacionalista niega la terrible realidad de aquellos que, con infinitos resgos y penurias, movidos por la pobreza y la falta de oportunidades, se ven obligados a dejar su tierra y se lanzan a cruzar ilegalmente la frontera con los Estados Unidos, cuando afirma que de facto se está materializando la Venganza de Moctezuma. Pues, explica orgulloso el interfecto, “somos ahora nosotros los que los estamos invadiendo y retomando para nuestro pueblo las tierras que algún día pertenecieron fueron nuestras…”

Pero, tal como nos cuenta Briscila, es posible que uno de los casos más coloridos de este fenómeno de reivindicación frente a la afrenta histórica, sea el del brichero.

En Perú el brichero es el nacional que en los centros turísticos más relevantes –Cusco, por ejemplo— no deja pasar la ocasión de aprovechar el hecho empírico de que a las turistas europeas y gringas, sus rasgos indígenas, su piel morena y su lengua con rastros de quechua, parecen removerles un torrente de hormonas y transtornarles hasta el infinito. (En México está también bien documentado el fenómeno del lanchero acapulqueño que hasta altas horas de la noche hace las delicias de las gringas en el Disco Beach).




Visto el fenómeno desde el lado de la turista europea o gringa, es posible conjeturar que la excentricidad reside en que asumen que en el fondo de esos hombres palpita todo el orgullo, toda la sabiduría y toda la potencia de la raza de bronce –azteca o inca– según sea el caso…

Ahora bien, los co-nacionales experimentamos con ambivalencia el fenómeno del brichero. Mientras lo vemos desfilar desenfadadamente por el centro de la ciudad de la mano de su gringa, una parte de nosotros se avergüenza frente a lo que es a todas luces producto del oportunismo.

Sin embargo, muy por lo bajo, otra parte de nosotros se alegra –como si fuéramos hincha en tribuna de estadio que se desborda en admiración— y no tiene empacho en declarar, como dicen aquí en Perú: “¡Este tipo es un gran pendejo!” (¡Un gran cabrón, un chingón…!)

Ayahuasca, viaje de curación

Cucha del Águila, la cuentera, nuestra entrañable amiga que pasó su infancia en Tingo María, en la Amazonía Peruana, lo sabe: la selva es un sitio misterioso.

La selva tiene presencias. En la selva existen más cosas de las que se ven a simple vista. La selva es el sitio en donde por definición los sentidos son rebasados:

“En la selva suenan los peces, los insectos, tantos animales que han aprendido a hablar y a pensar. Pero más que nada suenan los pasos de los vegetales, los pasos de los animales, los pasos de las aves, los pasos de las piedras que cada humano ha sido. Y en la noche de la selva, lo que más suena es uno mismo, en nuestros recuerdos, todo aquello que hemos escuchado a lo largo de la vida: bailes bífalos, promesas, mentiras, miedos, confesiones, alaridos de guerra, y gemidos de amor. Todo eso suena en la noche de la selva, y mucho más, porque, en la selva hasta el silencio suena…”

En la selva crece la Ayahuasca, planta mágica, metáfora y metonimia de la selva entera. Puerta a otro mundo. Alma de la selva. Llave a otros estados de conciencia. Vínculo con otras voces más sabias. Puente delicado al que sólo accede quien está preparado. Planta ceremonial de tradición milenaria entre los chamanes de la selva.

En Cuzco, enclave peruano de los Andes, universo del todo ajeno a la Amazonía, nos topamos sin embargo con la banalización del rito sagrado de la Ayahuasca, derrotero inevitable de la globalización del turismo.



En plena calle encontramos sitios que programan el viaje de Ayahuasca como si fuera estación de buses, terminal de la ADO. Sitios que detrás de la droga ofrecen los más preciados tesoros a los turistas hambrientos de experiencias intensas y a bajo costo: la sabiduría, la sanación y el autoconcimiento.

Tristes personajes que se aprovechan de la ilusión desesperada de los turistas, y que de alguna manera los defraudan, ocultándoles que el viaje hacia los valores que tanto anhelan no tiene atajos posibles; que uno no puede engañarse a sí mismo y saltarse etapas; que crecer, sanar, conocerse, son tareas arduas, misiones fatigosas de una vida entera que son imposibles de resumir en un golpe alucinante, pues aún esa visión fantástica y colorida que desvela la droga, esa sensación de haber pisado el paraíso, se diluirá de la misma forma que los sueños empiezan a escapársenos apenas asoma la luz del día; no les ayudan a entender que sólo es transformador lo que puede ser articulado en términos prácticos y compatibles con nuestra vida cotidiana y los desfíos que nos presenta...

Por lo demás, la experiencia de la droga a mí nunca me ha interesado realmente… Hasta el momento -parafraseando a Savater- tengo bastante con la emoción y el pensamiento, venenos realmente potentes…

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