jueves, 4 de junio de 2009

El lado oscuro del corazón


“Sólo hay poesía de lo irrepetible,
aunque sea tan aparentemente reiterado
como un crepúsculo o una declaración de amor.”
Fernando Savater


De entre todos los trayectos que hicimos en el viaje el que para mí estaba revestido de un aura particular era el del Ferry entre Buenos Aires y Montevideo.

Ese mismo que ahora resultó ser el último de nuestro recorrido.

Y no por otra cosa sino porque aquel trayecto es uno de los lienzos de fondo sobre los que Eliseo Subiela hace un derroche de nostalgia en su Lado Oscuro del Corazón, la película argentina que me cautivó desde que la vi, hace cerca de quince años.

Y es que por aquel tiempo (todavía en la época de la universidad), la película se convirtió para mí en una especie de himno, y su protagonista, Oliverio, en un ícono: el artista marginal, poeta urbano, apasionado y testarudo, siempre a contrapelo del mundo y sus demandas de pragmatismo; siempre el lucha contra la inercia que quiere asimilarlo a “la realidad”.

“Trato de que seas sensato. Que dejes de ser un niño” –le dice a Oliverio la muerte, su permanente compañera. “Algún día olvidarás esas palabras y entonces serás mío”, amenaza.

Más tarde lo ridiculiza, devalúa sus temas, sus obsesiones: “El amor es una trampa que se tiende al hombre para perpetuar la especie. Es un mecanismo. Es sólo eso.”

Y Oliverio contesta enfático, furioso: ““El amor nunca puede pasar por tus manos. La justicia nunca puede pasar por tus manos. Aunque se mate en nombre de la ley, y aunque se muera en nombre del amor”.

Ahí, en ese romanticismo casi militante, es que está la clave de mi identificación con ese personaje. A través de su voz comprendí que la poesía podía tener una cadencia distinta al acartonamiento soporífero con el que nos enseñaron a recitar en la escuela aquellos poemas para el diez de mayo.

A su pasión furiosa, como digo, y desde luego también, al hecho de que, como Oliverio, después de mi primer gran (des) amor, iba yo de chica en chica, de novia en novia, buscando obsesivamente a la que fuera capaz de volar.

“Me importa un pito que las mujeres tengan
los senos como magnolias o como peras de higo.
Un cutis de durazno o de papel de lija.
Le doy una importancia igual a cero
a que amanezcan con aliento afrodisiaco o aliento insecticida.
Soy perfectamente capaz de soportar una nariz
que sacaría el primer premio en una exposición de zanahorias.
Pero eso sí, lo que no les permito, bajo ningún concepto,
y en esto soy irreductible, es que no sepan volar.
Si no sabes volar, pierdes el tiempo conmigo.”
--Oliverio Girondo--

Esa. La que vuela.

Me faltaba todavía un buen trecho para caer en cuenta que encontrar a la que vuela era una proyección de mi propia incapacidad para volar. Aún me faltaba recorrer bastante camino como para comprender que para encontrar alguien así es preciso aprender a volar uno mismo, para empezar.

A propósito de la búsqueda amorosa de aquellos años hay una anécdota curiosa, casi una ironía anticipatoria del destino:

Ocurrió que fui elegido para representar a los estudiantes en el congreso anual de psicología de la universidad, al lado de otros ponentes más experimentados. Presenté una conferencia titulada Divergencias psicoanalíticas de El lado Oscuro del Corazón, en la que comenté el filme de Subiela.

Aquella noche la enorme Aula Santa Teresa de la Universidad estuvo prácticamente vacía. Treinta asistentes a lo sumo, de los cuales, más de la mitad eran mis familiares y amigos.

Lo anecdótico para el caso es que en la primera fila estaba sentada una estudiante de tercer semestre de la carrera quien –llevada por el entusiasmo de presenciar la conferencia de su amigo, el ponente— se hizo acompañar por sus papás.

Aquella estudiante era Jennifer…

¿Quién habría podido calcular en aquel lejano 1997 que aquel psicólogo de disparates divergentes –que identificaba la incapacidad de intimidad del protagonista de la trama de El lado Oscuro del Corazón como parálisis histérica en las alas—se convertiría a la vuelta de los años en la pareja de aquella estudiante?

¿Quién hubiera imaginado entonces que Jennifer se convertiría en mi chica voladora?

¿Quién hubiera sospechado que junto a ella recorrería Latinoamérica en un proyecto bohemio de cuenta cuentos, escritores, fotógrafos-poetas?

¿Quién hubiera podido suponer entonces que yo haría el mismo tránsito que Oliverio por el Río de la Plata, sin ningún residuo en mi corazón de aquella nostalgia romántica que me ligaba entonces a él y de la que estaba yo ahíto?

Yo menos que nadie, seguro.

Lo que sí tendría que haber generado sospechas era el incurable amor por Latinoamérica que me acicateó El Lado Oscuro del Corazón: “Este manicomio. El país de Cortazar, Borges. Es una obsesión. Imaginarse esto no es fácil. Es un caos que no sabes dónde va a llevar. Todo el tiempo es la promesa de cielo e infierno, simultáneamente. Aquí todavía puedo soñar varias vidas posibles. Tiene mucho futuro. Sólo le falta saber cómo sobrevivir al presente”.

Y aún ahora mientras hago este ejercicio de memoria no puedo dejar de sorprenderme frente a las semejanzas que existen entre aquel universitario que fui, y este viajero –a punto de concluir su viaje por Latinoamérica—que soy ahora: ambos sentimos una emoción particular por las historias y las palabras; pues a ambos a veces nos ganan las ganas de que la poesía se superponga a la prosa; porque a ambos en ocasiones los sueños nos transgreden las fronteras de la vigilia; porque ambos anhelamos vivir en un mundo en que fuera posible intercambiar un poema por un bife de chorizo.

Supongo que habrá otros con mejor memoria que yo a quienes la semblanza entre ambos personajes no sea sorprendente. Habría que preguntarle por ejemplo a Manolo Ávila y a Carlos Quintana, amigos entrañables y confidentes empedernidos de aquellas épocas.

Más aún, fueron ellos coprotagonistas de aquella afición por El Lado Oscuro del Corazón, a tal grado que nos construimos alter egos en perfecta simetría con los tres personajes protagonistas de la película. Montados en esa ficción gastamos un porcentaje respetable de nuestros magros sueldos de aquella época en bifes que nos servía el dueño gordo de “El Zorzal” que por entonces estaba en la calle de Michoacán, en la Colonia Condessa.

Y en el clímax de aquella trama amistosa hicimos un par de viajes por Oaxaca, Puerto Escondido y Mazunte, que podrían ser calificados con justicia como antecedentes prehistóricos de los Viajes del Corazón.
Frente a la costa pacífica personificamos sin rubor a nuestros personajes argentinos alternos, haciendo patente para todos nuestro marcado acento porteño. Allá pasamos varios días comiendo pescadillas, bebiendo cervezas, escuchando música, contándonos nuestros sueños frustrados de conquista amorosa, jugando volley-ball playero con los lugareños, tratando de conquistar italianas en bikini y escribiendo unas crónicas de viaje más cómicas que poéticas, al declinar el día.

Viajes memorables de esos que sólo podría comprender quien, junto a sus amigos del alma ha sentido el discurrir despreocupado del tiempo, frente al mar.

Hoy, mientras la luna esparce su mirada plateada sobre otro mar, a miles de kilómetros de distancia y varios años de por medio, los evoco.

Por lo visto la frontera final de los Viajes del Corazón tienen esta facultad de convocar a mi pecho todo este cúmulo de recuerdos y sentimientos.

Y ya sobre la traza de la memoria, no es raro que me invada un derroche de nostalgia colándoseme por el lado oscuro del corazón.
¿Y qué mas da, si la vida la vive mejor quien tiene de su lado a la poesía?

“Llorar a lágrima viva, llorar a chorros, llorar la digestión, llorar el sueño, llorar ante las puertas y los puertos; de amabilidad y de amarillo.
Abrir las canillas, las compuertas del llanto. Empaparnos el alma y la camiseta. Inundar las veredas y paseos y salvarnos a nado de nuestro llanto.
Festejar los cumpleaños familiares llorando, atravesar el África llorando.
Llorar como un Cacuy o como un cocodrilo, si es verdad que los cacuyes y los cocodrilos no dejan nunca de llorar.
Llorarlo todo pero bien: llorarlo con la nariz, con las rodillas.
Llorarlo por el ombligo, por la boca.
Llorar de amor, de hastío, de amargura;
Llorar de frac, de flato, de flacura.
Llorar improvisando. De memoria.
Llorar todo el insomnio, todo el día.”
--Oliverio Girondo--

2 comentarios:

Anai Lopez dijo...

Creo que un poco el chiste de todo es integrar.
Comprender que no se tiene que ser una cosa o la otra. Que no hay tal cosa como "ciclos que se cierran" o "puentes que se queman" o "aquellos que fuimos". Me parece que todo está ahí, todo el tiempo. Somos todo lo que hemos sido y en lo que nos vamos convirtiendo; podemos jugar con todo ello, haciendo del camino un sitio cada vez más liberador y cada vez más divertido. A ratos se vuela, y a ratos también se puede pasear.

Unknown dijo...

Darse cuenta, tarea difícil. Saber qué hacer con la cuenta podría llevarse una vida o dos o tres o más...

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