martes, 3 de junio de 2008

De paso en Santiago -- Memoria de la fumadera

Permanecemos una hora en la estación de buses de Santiago a la espera del que nos llevará a Sosúa.

Santiago, desde una perspectiva urbana no es nada espectacular. Es relevante más bien porque sus condiciones geográficas presenta condiciones ideales para producir tabaco: luz del sol, buena tierra y aire templado de las mantañas.

En Santiago se encuentra ubicada la fábrica de Tabaco de León Jiménes que fue establecida en 1903. Al menos hasta finales del 2004 se producían ahí diariamente 18 millones de cigarros de Marlboro y poco más de 20,000 puros enrollados a mano, en un proceso artesanal en donde no interviene máquina alguna.



La fábrica tiene para mí una significación especial, pues hace algún tiempo me tocó conducir un estudio de clima organizacional con ellos, en uno de mis primeros trabajos en HayGroup, lo que contribuyó a que fuera memorable.

Había que aplicar un largo cuestionario a una población de trabajadores, buena parte de los cuales eran operarios de línea en la fábrica de Cerveza en Santo Domingo y personas involucradas en el proceso de manufactura de los puros, los procesos básicos que involucran mayor cantidad de gente. Si se le piensa detenidamente, el trabajo de varias de estas personas consiste en pasar todo el día separando y humedeciendo hojas de tabaco.

Para gente tan sencilla, el ejercicio resultaba titánico por su extensión – cerca de 100 preguntas – y por su complejidad – ítems de dos preguntas contrapuestas con una doble consideración para el clima actual y el clima ideal.

Creí haber sanjado el reto de explicar la mecánica del cuestionario usando ejemplos sencillos de besibolistas, y metáforas cercanas como la de la balanza. Estaba equivocado. Me fue pronto evidente la incongruencia de las respuestas: unos decían que en el futuro querían más críticas y menos reconocimiento que en la actualidad; que les gustaría tener un jefe más coercitivo, discrecional y arbitrario.

No tardé en detectar que ahí había un problema generalizado de lectura. Unos leían tan a paso de tortuga que para cuando habían llegado al final de la frase ya habían olvidado el principio. En otros no fue difícil detectar los signos que el analfabetismo deja en el rostro y la mirada: una especie de parálisis silenciosa propia del temor de exhibir que en la propia historia, algún ángel sin bondad o sin cuidado determinó que para este niño o esta niña nunca se revelara el misterio de la letra escrita.

Se me hundió la panza, en parte porque me sentía conmovido, en parte por la realización de que estaba yo con el primero de 20 grupos conformados por 50 personas…

Tuve que demostrar ingenio y paciencia de maestro rural para conseguir terminar el ejercicio. Cambié la dinámica. Leímos en comunidad. Cambiamos las casillas pintadas en el papel por zonas físicas del salón. Los sonidos por estímulos táctiles. Nos inventamos un lenguaje espacial, un código vinculado al cuerpo. Responder el cuestionario se convirtió en una especie de calistenia llena de movimiento.

El movimiento convirtió la experiencia en algo sensual. Fue ahí donde por primera vez escuché el acento criollo de sus voces raspositas: ¡Maisimo!, contestaban cuando yo preguntaba cómo debía ser en el futuro el reconocimiento. Los trabajadores terminaban empapados el ejercicio, pues el esfuerzo era equivalente a enrollar mil puros. El sudor que desprendían tenía el olor lechoso y amargo del tabaco impregnado en la piel. La cercanía física me permitió ver que de manipular las hojas de tabaco tenían también las manos de color amarillo-sepia, como si literalmente les hubiera subido la bilirrubina.

Acaso fue el aroma y los tatuajes del tabaco en la piel que movió positivamente mi afecto hacia ellos. La memoria es así, tiene laberintos caprichosos. Trabajando con ellos vino con intensidad mi padre a mi mente: cuando yo era pequeño, mi papá tenía marcas semejantes en las manos…

Cada mañana, para ir al colegio, montaba yo en nuestro bochito color pistache a esperar a papá mientras se calentaba el motor y el apuraba los últimos tragos de café cargado y acordaba la logística del día con mamá. Cuando por fin subía al auto – cuyas ventanas amanecían invariablemente empañadas – mi curiosidad de seis años se dirigía inevitablemente a sus manos, pues sus manos eran diferentes a las mías: Eran grandes, fuertes. Estaban siempre calientitas, mientras en las mías, a esas horas de la mañana, parecía residir un persistente frío invernal. Sus manos, que sabían mover la palanca de velocidades o encontrar en la radio el programa de idiomas que escuchábamos cada mañana de camino a clases. Sus manos, que tenían manchas de tabaco. Los dedos índice, medio y pulgar tenían un color amarillento que yo atribuía al café y al jugo de zanahoria, pero que se debía sin duda al cigarro.

Entonces papá fumaba más de una cajetilla diaria. Cigarros de tabaco oscuro de marca francesa: Galois o Ducados. Eran otros tiempos, cuando fumar era un acto glamoroso, todavía vinculado a la imagen de Humphrey Bogart en Casablanca, o James Dean desafiando al universo. Cuando el enfisema o el cáncer no tenían una relación oficial al humo del tabaco.

No mucho después de esa época, papá dejó de fumar, pues a mi hermana Carla le dio neumonía y él estaba dispuesto a hacer cualquier cosa por que en la casa hubiera condiciones para que su salud mejorara. La neumonía se debió sin embargo a la negligencia del anestesiólogo que la preparó para que le sacaran las anginas en una operación rutinaria. Al parecer se despertó a media operación y broncoaspiró pus que se alojó en algún sitio de la pleura.

Pasó tres semanas internada en el Hospital Infantil Privado. Tres semanas de las que yo sólo entendía que no podría jugar con la gordita que tenía dos años menor que yo porque algo se le había metido en el pecho y le había dado como una gripa muy fuerte.

A las tres semanas, medio de contrabando, pude entrar a verla. Estaba encerrada en una cama que parecía una nave espacial. Estaba toda despeinada y sudada, en unos calzoncitos y camiseta Baby Crazy. Me impresionó la aguja de catéter que tenía en su brazo regordete. Yo la veía con susto. Mamá me dio permiso de meter mi mano dentro de la burbuja transparente para tocarla. Su mano, toda ella, estaba amarilla. Cuando nos tocamos, los dos sonreímos.

De aquella época para acá, las cosas han cambiado. La del tabaco es una industria cuestionada. El cigarro es un veneno con mala prensa.

Sin embargo, hay que reconocer que el cigarrillo, ese artefacto de tacto sensual, tiene algo especial que suscita una atracción irrevocable en quien fuma, y una nostalgia absoluta en quien dejó de hacerlo – esuché a Papá decir algún día que desde que dejó de fumar, la vida ya no es la misma.

Yo, que también fumé, creo que el cigarrillo es tan potente justamente porque funciona como un signo de puntuación que organiza, separa, enfatiza, da sentido y significado al lenguaje cotidiano de la existencia:

Despierto. Me hago un café. Enciendo un cigarrillo. Letra mayúscula que inaugura el texto del día.
Estoy en el trabajo. Paro un momento. Salgo al pasillo. Enciendo un cigarrillo. Tres puntos suspensivos que ayudan a redondear la idea.
Termina la comida. Enciendo un cigarrillo. Signo de exclamación. Celebro la existencia de los tacos de maciza con cuerito, salsa, limón y cebollita.
Termina la función de cine. Enciendo un cigarrillo. Comillas que introducen el comentario de la película: “Es que el cine es magnífico, ya lo diría Woody Allen…”
Termina el encuentro sexual. Enciendo un cigarrillo. Guión que da pie a una paráfrasis: --para esto vinimos a la vida—
Me dejó la mujer hace un mes. Enciendo un cigarrillo. Un recuerdo, coma, la memoria de la textura de la piel de su cuello, coma, la imagen del lunar que aparece, cerca de la axila derecha, en su pecho, coma, la estúpida memoria de su risa. Otro cigarro. Punto y seguido. ¡por favor, que llegue ya el punto final del olvido y sane mi corazón partido! Silencio, coma, la memoria de su cabeza sobre mi pecho en una siesta con brisa de verano, coma…
Muere un amigo en un accidente automovilístico. Deja a su mujer con dos niños menores de cinco. Enciendo un cigarrillo. Punto y aparte. Dejo todo lo que estoy haciendo. Por alguna razón no puedo pensar. De camino a la funeraria enciendo otro cigarrillo. Interrogación. ¿Cómo es esto posible? Exclamación. ¡Si nos encontramos apenas hace una semana y él estaba perfectamente sano! Cigarro. Rabia. Interrogación. ¿A qué juegas, Dios? Cigarro. Interrogación. ¿A qué putas juegas?...

No hay comentarios: