lunes, 23 de junio de 2008

Memoria de los Piratas del Caribe

Los doce años eran para mi abuelo importantes porque lo remitían a la imagen de Jesús en el templo, discutiendo las escrituras con los maestros de la ley. Para celebrar mi cumpleaños, me regaló El capitán tormenta de Emilio Salgari.

Si bien desde chico las historias de papá y los libros de mamá determinaron mi relación con la literatura, fue ese primer libro, totalmente mío, en el que se consolidó en definitivamente en mi persona la operación indispensable de un lector adulto: tener el reflejo de tomar un libro por iniciativa propia.

En la primera mitad de la adolescencia seguí por entero la ruta de Emilio Salgari, un autor del que se dice que prácticamente nunca salió de Italia, asi que nunca conoció realmente los sitios sobre los que escribía. Su vita tuvo un dramatismo de igual o superior magnitud a las historias que relataba: Aida, su mujer -de la que vivió siempre enamorado- enloqueció en la madurez y terminó su vida en un psiquiátrico. Él mismo, siguiendo una larga tradición familiar, se suicidó con un rito propio de piratas: se abrió el abdomen con un cuchillo después de escribir tres cartas llenas de amargura.




Mi desarrollo adolescente estuvo modelado por los valores y las aspiraciones que tenían los piratas de los que Salgari escribía – Sandokán en India y Borneo, el Corsario Negro y Morgan, en el Mar Caribe: hombres generalmente despojados de su legítimo derecho al poder por una potencia extranjera, que dedicaron su vida a combatirla; hombres valientes y temerarios incapaces de matar por la espalda, siempre prontos a batirse en duelo y capaces de reconocer en sus enemigos actos de valor y coraje; hombres capaces de entender las razones de la gente sencilla y escuchar sus voces de lamento frente al yugo del conquistador; hombres nobles que no tiemblan frente a sus adversarios y respetan siempre a la mar; hombres de miradas fulminantes que se paran impávidos, de brazos cruzados, en el castillo de mando de sus barcos, y son capaces de convocar a sus piratas a esfuerzos extraordinarios; hombres que cargan viejas heridas de amor, y que, llegado el momento, se rinden frente a la belleza cautivadora de una mujer.

Viejo San Juan, Puerto Rico, hace imposible no evocar algunas de las historias. Viene a mi recuerdo, por ejemplo, la del Corsario Negro:

La potencia holandesa se ha establecido en las antillas. Maracaibo es gobernada por Van Wuld, representante del imperio europeo. Enrique de Vertigmalia –el corsario negro—ha jurado la muerte del gobernador, quien tomó la vida de sus hermanos. En su afán de revancha,hará lo que sea por derrocar a su enemigo: hundir barcos, asaltar fortalezas de soldados, incendiar los sitios de abastecimiento, mermar a toda costa la posición de la potencia extranjera y del gobernador. En la persecución de su objetivo le siguen siempre un grupo compacto de filibusteros, fuertes como tigres, armados hasta los dientes y leales al grado de ser capaces de tomar una bala en el pecho por el corsario. De entre ellos destaca Morgan, su contramaestre, y un par de piratas humoristas y medio filósofos – Carmaux, un negro, y Van Stiller, un europeo – que tienen la sutil cualidad de contar con un olfato capaz de encontrar, en medio de las ruinas de los sitios asaltados, los restos de las cavas donde se guardan los vinos de las mejores cosechas.

La historia encuentra un giro dramático cuando el corsario se enamora de la hija de su adversario – Honorata Van Wuld. Se abre entonces una encrucijada de dos impulsos igualmente fuertes en su interior: o cumple la promesa de venganza que ha hecho al pie de la tumba de sus hermanos, destrozando el corazón de Honorata quien ama a su padre; o se entrega a su amada y renuncia a la revancha, cargando sobre sí eternamente la sombra culposa de la traición a sus hermanos.

Esta ambivalencia lo perseguirá todo a lo largo de la trama. Al final, ya habiendo conseguido los favores de Honorata, una mujer indomable que ha sentido un chispazo de pasión recíproca, el pirata elige renunciar a su propósito de venganza. Pero la renuncia le resulta demasiado cara, pues nadie puede ir contra el imperio de sus instintos, y enloquece.

En la escena final, bajo la luna llena, el Corsario toma a su amada en sus brazos y se interna, delirante, en las aguas del mar caribe, donde descansará para siempre junto a los restos de sus hermanos que yacen en el fondo del océano.

No se extingue ahí sin embargo la deuda de honor del pirata, pues esta es retomada, años más tarde por Morgan, quien la llevará hasta sus últimas consecuencias. Finalmente, el gobernador Van Wuld muere bajo los embates de su fiereza.

Sobra decir que hay una trama paralela que permitirá a Morgan, una vez saldada la deuda de la casa de los Ventigmalia, retirarse a vivir plácidamente y a disfrutar la vida en alguna de las islas de las tortugas: Yolanda, por cuya sangre corre la nobleza de Honorata de Van Wuld y el temple bravío de el Corsario Negro, vivirá para siempre a su lado…


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