viernes, 13 de junio de 2008

Olivia

Un viaje te obliga a desprenderte de muchas cosas: familia, amigos, casa, pertenencias y comodidades. Todo eso se queda atrás a cambio de un boleto hacia lo desconocido. Y está bien. Es parte de la transacción.

Sin embargo, de todo lo que tuvimos que dejar, lo más difícil y doloroso fue dejar a Olivia, nuestra Golden Retriever de once años. Sabíamos que no había otra opción. Llevarla a un viaje como este sería una locura (aún en el espíritu aventurero que teníamos).


Yo no había tenido buenas experiencias al dejar a mis animales. En el 2002 me fui a vivir un año a Colombia y tuve que dejar atrás a mi adorado gato, Fizz. Cuando regresé me enteré que mis papás, en un acto de desesperación, lo habían regalado. Fizz, en su vejez, se había vuelto agresivo y desobediente. Seguramente –ahora lo entiendo- enojado conmigo por haberlo abandonado tanto tiempo y sin explicación.

Nunca imaginé que un gato (o cualquier animal) fuera tan sensible y capaz de percibir un abandono y rebelarse. Después supe a través del veterinario que había ayudado a buscarle una casa, que Fizz no la había pasado nada bien. Estuvo enojado durante meses con su nuevo dueño, huraño y agresivo, sin querer acercarse a ninguna persona. Me duele imaginarlo en ese tiempo, confundido y triste, sin saber qué había hecho para merecer ese castigo. Unos meses más tarde, murió.

Nunca tuve la oportunidad de despedirme. Nunca pude agradecerle sus quince años de compañía. Nunca pude explicarle que en realidad él no había sido el culpable sino los humanos que vivíamos con él, envueltos en nuestra maraña de sentimientos no expresados, los únicos responsables.

Cuando vi que estaba a punto de vivir lo mismo con Olivia sentí que toda la experiencia anterior se me volvía a aparecer, amenazante y burlona, para ver cómo la resolvía esta vez. La vida, como siempre suele hacer, me daba una segunda oportunidad.

En esta ocasión era imposible fingir que no sabía lo que sabía. Que los animales sienten, entienden y se dan cuenta de lo que sucede a su alrededor (mucho más de lo que creemos).

Mi única opción, la única que me dejaría tranquila, sería enfrentarlo: despedirme de Olivia de la misma manera que lo haría con un niño pequeño. Explicarle que los motivos del viaje no tenían nada que ver con dejarla a ella ni con dejarla de querer. Y al igual que los niños pequeños, Olivia se negaba a querer entender…

Traté de explicárselo de mil formas y al hacerlo también se me iba aclarando a mí las razones reales, íntimas y profundas del viaje. ¿Por qué queríamos hacer este viaje?

Como lo dice el personaje de Saramago en El cuento de la isla desconocida: “Yo necesito ir a esa isla. Necesito pararme en esa isla para saber quien soy yo en ella”.

Arturo y yo necesitábamos hacer este viaje.

Y era necesario también que Olivia lo comprendiera. Podía sentir su tristeza y su confusión, sabiendo que al igual que Fizz podía ser un animal desechable, como tantos animales lo son. No quería que Olivia sintiera que la vida la estaba arrojando a cualquier sitio a que viviera sus últimos años.

Necesitaba encontrarle un lugar en donde pudiera sentirse especial. Un hogar que necesitara de Olivia de la misma forma que ella necesitaba de ellos.

Varias veces me senté por las tardes en el pasillo del departamento, junto a su cama, para tratar de explicarle, despedirme y agradecerle. Pero siempre recibía la misma respuesta: indiferencia y resignación, como si dijera: “Me da lo mismo. Déjame donde sea”.

En otros momentos me daba la impresión que me imploraba como un niño que le ruega a sus papás que no se vayan a su reunión de adultos: “¡Quédense aquí! No vayan al viaje. Aquí estamos bien los tres…”


Mientras tanto, continuaba la búsqueda de una persona que quisiera adoptar a Olivia durante un año. Después de varios intentos y llamadas apareció Mara, una amiga de mi mamá, que vivía con sus dos hijas universitarias, Jimena y Regina. Una familia que necesitaba del cariño y la ternura de una perra como Olivia.

Llevamos a Olivia un sábado por la tarde para que se conocieran. La dejé ahí pasar la noche, diciéndoles que sería como una piyamada. Rápidamente, Regina decidió que Olivia dormiría con ella en su recámara. Mara, como tratando de ordenar las cosas, opinó que la cocina sería el mejor sitio. Pero Regina no estaba dispuesta en dejarla pasar la primera noche sola… Arturo y yo nos sonreímos y nos fuimos.

Al llegar a nuestro departamento lo sentimos incompleto. Nos dimos cuenta que una parte de nuestra pequeña familia se estaba quedando atrás. Olivia tenía su propia aventura que vivir.

Unos días después traté de explicarle a Olivia que viviría por un año con la familia de Mara, a quienes ya conocía y aparentemente se había sentido contenta. En esa casa con jardín soleado y tres mujeres consentidoras, ¿cómo no sentirse agasajada? Sin embargo, sentí que Olivia seguía triste con nuestra partida.

En lugar de seguir dándole explicaciones y razonamientos, simplemente le hice saber que yo también estaba triste. Pues el hecho de preparar una despedida no te exime de sentir la tristeza de la separación.

En ese momento de tristezas compartidas me llegó a la mente la imagen de Olivia, con su pata izquierda alzada hacia mi en señal de aceptación, como si me dijera: “Te dejo ir. Lo entiendo y te dejo ir…”

Dos semanas después, en una tarde lluviosa y después de dos horas de tráfico, llegamos a casa de Mara con Olivia y todas sus cosas. A eso de las nueve de la noche tocamos a la puerta. Estaban las tres esperándonos. Ya sin los nervios del primer encuentro y con una caja de chocolates que me ayudaría a la tristeza, nos recibieron.

Platicamos sobre los cuidados, las raciones de alimento, los baños y los talcos antipulgas. Pero por más que intentaba, no encontraba –ni encontraría- las palabras para expresar lo más importante que requería Olivia: atención, mucha, mucha atención…

“¿Ya estás preparada para irnos?” me preguntó Arturo. Y como no pude contestar, respondió Mara:

“Creo que nunca vas a estar preparada, y tampoco ella.”

Esa frase se quedó colgando en mi mente por varios días. Aunque por un lado tenía razón, pues uno nunca está listo para separarse de sus seres queridos, por otro lado, llevaba más de un año preparándome.

Salí de casa de Mara con los ojos llenos de lágrimas pero con el corazón más liviano. Sentía que un peso se había elevado de mis hombros. La despedida con la familia de Mara había estado llena de agradecimientos, de nosotros hacia ellas y de ellas hacia nosotros.

Entonces nos dimos cuenta que el universo nos había ayudado a encontrar lo que queríamos: una familia que necesitaba a Olivia.

3 comentarios:

pablocollada dijo...

Ufff, Jennifer!!! se me rodaron las de cocodrilo....

Un fuerte abrazo a los dos y otro, sin duda, a Olivia.

P.

Paola en alemania dijo...

¡A mi también se me salió una que otra lagrimita! Pero qué bonito que pudiste hacerlo sabiendo lo que era dejarla y lo pudiste resolver de la mejor manera...

Te mando un abrazo amiga... Sigan contando su viaje por favor...

Jimena Pacheco Muñoz dijo...

Hasta ahora hago el comentario... en la partida de Olivia... se me salen las lágrimas y me hiciste recordar el sentiemiento que tuve cuando deje a Marcha en México para venirme a Dubia, regresé y ya había muerto. Tuve el privilegio de recoger sus cenizas ahora que regrese... pero te confiezo que ayer en la noche me puse triste al acordarme de ella.

Gracias por compartir a través de las palabras.

Besos.