martes, 3 de junio de 2008

Sosúa

Llegamos a Sosúa. Es famosa porque en 1941, huyendo del Nacional Socialismo, un grupo de judíos salió de Alemania y llegó a la Dominicana buscando protección.

Es demasiado tarde para seguir hacia Cabarete, que es nuestro destino final. En lo que nos organizamos con los backpacks, nos ataca la turba de motoconchos. Aprovechan la oscuridad y la confusión momentánea que sufre cualquier viajero al arribar a su destino para tratar de imponernos sus servicios de taxi y sus sugerencias de hotel.

Sin embargo, después de una semana de viaje, hemos afinado nuestra capacidad de ignorarlos y despacharlos. Una americana que viaja en nuestro mismo autobús – Molly – reconoce esta incipiente habilidad y nos pide permiso para sumarse a nuestra caminata exploratoria.

A través de la bahía y después de un par de vueltas llegamos al Hotel Waterfront. Un hotelito de cuarenta dólares la noche. Algo en nuestro cuarto recuerda las cabañas de las expediciones inglesas en África – acaso el verde de los árboles a través de las rendijas de la pared de madera, o el persistente zumbido de los ventiladores. Además de que decidimos dejar prendida únicamente la lámpara junto a la cama, pues el que diseñó la instalación eléctrica del hotel parece ignorar el hecho de que la luz de los focos instalados en el techo detrás de las hélices, produce mareo.

El día amanece nublado y Jennifer despierta enferma. La enfermedad es así, como la playa vacía de un hotel desierto en un día lluvioso.


El estómago de Jennifer es un buen termómentro de las emociones que se apuestan en el parteaguas de nuestra vida: entre la dificultad que supone dejar atrás tu vida entera – trabajo, casa, amigos, familia – y las emociones que se abren delante – el misterio de los encuentros, el miedo y el desgaste que supone calibrar diferentes culturas, adaptarse en cada nuevo traslado…

El día de malestares y cuidados es campo fértil para que Jennifer sufra una regresión infantil primordial: la necesidad de sentir a la madre cerca. Nada cura como la voz de mamá.

Es sólo en esta coyuntura que me atrevo a revelar la existencia de un gadget que hasta el momento he mantenido en un silencio que nos ha ahorrado interminables discusiones sobre cómo la tecnología amenaza la marginalidad creativa de nuestro viaje: una Palm Treo con teléfono integrado que mi padre generosamente insistió en regalarme “sólo para emergencias”.

Jennifer habla a casa. Una breve charla con su mamá y una larga consulta con la doctora Chata – su prima – encaminan el asunto para que mejore – gerber, pechuga hervida de pollo, jugo de manzana, pan tostado, buscapina y descanso, besos y arrumacos, es una prescripción infalible.

Con la pobre expectativa que me ha generado la visita a los supermercados que hasta el momento conocemos en la isla – productos básicos, poca variedad y presentaciones simples--, me encamino a buscar un supermercado para asegurar tan delicadas viandas. Para mi sorpresa, encuentro una mina llena de tesoros gourmet, en la que es difícil señalar una omisión: papitas, cacahuates y refrescos americanos; pastas, salsas y panecitos italianos; jamones, salamis, aceitunas, ostiones y mejillones españoles; patés, quesos y vinos franceses; salmones, arenques y cangrejos nórdicos; helado y galletas danesas; rones antillanos, whiskys escoceses, cervezas mexicanas; fruta dominicana…

La involuntaria alegría delata una zona sibarita de mi ser que sufrirá con los apretados presupuestos y la difícil accesibilidad de productos a los que el viaje naturalmente nos expondrá durante este año… Ya que yo no he hablado con mi mamá, me permito una satisfacción regresiva sustituta: compro una golosina de caramelo suave agridulce de la marca Haribo que consigue semblantear pálidamente a mis amados-y-para-siempre-extraviados Lacitos Larín. Aquellos cables de goma plástica de un metro de largo en sabores fresa, chocolate, naranja y tamarindo que nunca faltaron en mis cartas a Santa Clós en el periodo escolar.

Por dos días, mientras la lluvia y la recuperación de Jennifer me mantienen encerrado en el cuarto de hotel, mi actividad se concentra en ir de compras al supermercado. Reflexionar sobre la experiencia de compra y venta.

No es sin embargo, sino hasta que Jennifer sale del cuarto y camina la ruta conmigo que me hace reparar en un letrero que se exhibe en plena calle, y que por donde se le vea, sería políticamente incorrecto exhibir en México o en cualquier otro sitio del mundo: “Dominican Republic for Sale”.



La evidencia no puede ser más clara y directa, pues en efecto, acaso los dominicanos no sean ya dueños de sus costas y sus playas. Españoles, holandeses, alemanes, ingleses, americanos son los intereses de Real Estate que señorean en la isla.

Este hallazgo acaso prologue un tema – el derecho de los pueblos a la propiedad de la tierra y su componente de identidad nacional -- que sin duda será recurrente en el viaje. Señales como la que nos hemos encontrado atizan sin duda la agenda nacionalista en Latinoamérica, y aunque los Chávez, los Obrador, los Morales, los Ortega y los Correa la exploten con fines populistas de perpetuación en el poder, no deja de haber un motivo legítimo: ¿con qué derecho un interés extranacional prevalece por sobre el derecho histórico de la gente sobre la tierra y lo que esto representa para su tradición cultural?

Y aunque se reconozca el liberalismo económico del mercado y la dinámica capitalista como la-menos-peor-alternativa para regular intercambios económicos, no deja ser pertinente hacerse las preguntas: ¿cuál es el límite sobre el interés privado sobre la tierra? ¿cómo asegurar el respeto al derecho de los pueblos a vivir en sus lugares de origen? ¿qué mecanismos son necesarios para permitirles perpetuar su cultura, y no arrancarlos y matarlos? ¿quién y cómo debe cuidar que un interés colonialista – sea cual sea su lógica de legitimación – nunca pase por encima de la gente?

Porque si no nos hacemos la pregunta, en esa ceguera elegida, nos estamos coludiendo de alguna siniestra forma con todos aquellos que piensan que tienen el derecho para dominar y repartirse al mundo, y excluir con su ambición al resto de los hombres; los que en el siglo XIX, con sus juegos de adueñarse de la tierra nos llevaron a dos conflagraciones mundiales; los que entre 1939 y 1941 forzaron a que un grupo de judíos huyeran del nacional socialismo alemán y llegaran a la costa dominicana, en un pueblito llamado Sosúa…

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