martes, 1 de julio de 2008

Under the Guatemalan Sun

Recién vimos “Under the Tuscan Sun” Jennifer y yo. Una película que narra la historia de una escritora que, desesperada tras su divorcio, viaja a Italia para despabilarse. Siguiendo un impulso compra una villa en la Toscana. Su corazón va sanando a la par que arregla la villa y echa raíces en su nuevo hogar.

A mí la película me pareció artificial: todo es demasiado hermoso para ser cierto; los encuentros se dan con una facilidad pasmosa; los personajes son todos alegres, dotados de un carácter memorable y colorido; los eventos ocurren con tal sentido de oportunidad que parecen gobernados por un poder benevolente…

Sólo para ilustrar algunos ejemplos de la película, que me parecieron absurdos por nacer de una fantasía previsible: el galán maneja un Ferrari, tiene un restaurante frente a la costa napolitana, hace el amor con un equilibrio perfecto de dulzura y potencia, y se llama Marcello; la mujer que le abre la intuición a la Toscana regalándole una flor el día del mercado es un personaje extravagante que viste todo el tiempo de blanco y negro y vive su vida con un toque de vitalidad y locura—como si se tratara de una diva inmersa en la trama de una película de Federico Fellini; la protagonista y el galán irrumpen en una comida familiar cotidiana, en la que de forma inverosímil se brinda con Limoncello…

Jennifer y yo discutimos si lo artificial le viene a la película de su origen Hollywoodense, o si es posible que el aura de falsedad sea un efecto narrativo, ya que la película está extraída de una novela en la que todo lo que ocurrió en un periodo de tres años está comprimido en 90 minutos, creando una inadecuada impresión de contigüidad de eventos.

No pasan dos semanas antes de que aparezca una tercera alternativa: que a veces la realidad sea simplemente así, más inverosímil que la fantasía.

El domingo que contamos cuentos callejeros, Jennifer y yo caminamos de vuelta al departamento con la sensación de que todo el universo conspira a nuestro favor: el atardecer en Antigua, los nuevos amigos españoles de la Casa del Mango, nuestra vida que cada vez se parece más a la vida que imaginamos, un par de artistas errantes…

Para celebrar, decidimos permitirnos un ligero exceso a nuestro presupuesto y entramos a cenar a “La antigua vinería”, un pequeño restaurante italiano.
El restaurante está vacío y triste, acaso debido a que por la mañana Italia perdió en penales con España, algo que para los italianos es sin duda una tragedia, y que para los españoles tiene el sabor de milagro.


Con una mezcla de picardía e imprudencia comento el punto con el dueño, un joven italiano que asume de inmediato que soy español. Me sigue el juego. Se lamenta, vocifera: “¡Eres cruel!”, dice. “¡Tenías que recordarlo! ¡Estoy destrozado!, (se toca el pecho).
“Pero tú no eres muy inteligente, ¿no?”, afirma. “Eso de molestar al dueño del restaurante antes de que te sirvan la comida… Siempre podría ser que una mosca caiga accidentalmente en el plato de la sopa minestrone…”

Reímos.

Diez minutos más tarde entra una mujer de edad al restaurante y se dirige con familiaridad hacia la barra que está al fondo. Grita hacia el interior de la cocina, donde está el horno de las pizzetas: “Paolo, caro mío… abbiamo perso!”.

Paolo sale, la abraza. La besa. Se lamentan juntos. La sienta en una mesa contigua a la barra, le sirve una copa de vino y se acerca a nuestra mesa: “Primero tú, y ahora mi abuela se burla de mí…”.

No pasan diez minutos antes de que la abuela se pare de su mesa, tome una rosa y se dirija hacia donde estamos. Le entrega la flor a Jennifer y dice: “Per la signora. Lei é bellisima.”

La conexión ha sido establecida. Nos enteramos que se llama Lucía y es viuda. Ella se entera de que Jennifer tiene sangre italiana en sus venas, y que no es mi esposa, pues no lleva alianza en la mano. Ya entradas en confianza (yo no sé si sea algo propio de las mujeres italianas) intercambian lamentos y quejas: ella porque su hijo y nieto no salieron buenos para el estudio y la cabeza les dió más bien para poner una pizzería; Jennifer, porque el ingenio no me ha dado como para regalarle un anillo...

Una cosa lleva a la otra, y pronto somos un grupo ruidoso que celebra: por el triunfo español, por la derrota italiana, porque nos conocimos, porque viajamos, porque nos amamos, porque hay romanos en algún sitio de nuestros árboles genealógicos, porque nos encanta el vino, la pasta y su pizzería...

Nótese la mímica del 4 - 2, semblanteando el marcador...

A estas alturas, quien haya seguido puntual el relato, supondrá correctamente, que este largo día bajo el cielo guatemalteco, terminó -- desafiando nuestro concepto de la realidad--, con Limoncello de por medio...

1 comentario:

pablocollada dijo...

Muchachos....

Su cara de felicidad no tiene precio. Tiene la impresión de una solidez tal que aunque alguien llegara fortachón a tratar de arrancárselas, el intento sería en vano.

Me llena de alegría,

Un fuerte abrazo.

P.