miércoles, 30 de julio de 2008

Con vocación de cuentero: Rodolfo de León

Una de las cosas que me intriga y me fascina a la vez sobre las personas, es la historia sobre cómo emergió su vocación.

En ocasiones la vocación responde a un deseo de reparar algo en la historia de uno mismo, una especie de cuenta pendiente con la propia biografía; a veces la vocación surge de la influencia o de la identificación con algún personaje colorido que se atravesó en el camino y cuya presencia ayuda a aclarar la misión o conecta a la persona en el potencial que tiene; a veces, la vocación surge simplemente como el desenvolvimiento de una aspiración de la persona --es aquello en lo que una persona se ha convertido luchando por ser todo lo que puede ser.

Es sobre todo en estos últimos casos en los que casi siempre las personas encuentran una encrucijada en su camino: continuar la inercia cómoda de lo que están haciendo, o hacer una elección valiente hacia una ruta que en ese instante parece un salto en el vacío.

Al parecer, en este caso igual que en otras elecciones de nuestra vida, como sugiere la película “La confesión” del director David Jones, lo difícil no es hacer lo que uno quiere hacer, sino saber lo que uno quiere hacer. Una vez que uno sabe, lo difícil es no hacerlo.

Así fue un poco la historia de Rodolfo de León, un cuenta cuentos que conocimos en Guatemala. Él era vendedor. Había vendido televisiones. Había vendido seguros.

Una noche vio la película de Tango Feroz, en donde se cuenta la historia de Jose Alberto Iglesias Correa, uno de los precursores del Rock Argentino.

La película lo envistió. Supo que así quería vivir él. Vivir de la música. Vivir del arte.

Al día siguiente renunció al trabajo.

Antes de darse cuenta estaba ya estudiando para convertirse clown y había conseguido aprobar el examen del conservatorio como chelista un año antes del tiempo que usualmente toma a los ejecutantes.

No había pasado mucho tiempo de eso cuando ya estaba viviendo en el país vasco, con los días divididos entre el clown, el chelo y el amor.

De ahí el paso a ser cuentacuentos fue natural, pues él había tenido siempre --desde vendedor--, un algo de cuentero: un cierto romance con la posibilidad que tienen las palabras de tocar a quien las escucha, de convencerlo de algo, de transformar su vida...

De Rodolfo, acaso lo que encontré más inquietante es un concepto, que si la memoria no me traiciona, es más o menos el siguiente: “procuro no trabajar (al menos en el sentido capitalista del término). Más bien, procuro que mi vida esté llena de ocio, llena de tiempo para jugar con las cosas, con las palabras, con las imágenes, con los relatos.”

De ahí, de no dejarse enajenar por un propósito distinto a su curiosidad, brota la inspiración para crear cosas, para construir historias. “Si uno le da espacio a la intuición, y trabaja desde ahí, va a llegar a donde uno quiere. No hay forma de perderse…” --, dice.

Y de ahí, de ese no hacer, de ese no producir, salen, paradójica y asombrosamente, palabras memorables, formas admirables, creaciones hermosas.

Todo eso fue lo que pudimos Jennifer y yo compartir con él en tres encuentros que tuvimos a lo largo de nuestra estadía en Guatemala: los cuentos en la Casa del mango, la función de Títeres Corpóreos que ha montado con Larraitz Iparraguirre, y la velada que pasamos en su casa junto al volcán.

Los personajes de su espectáculo tienen vida propia. Formas inverosímiles que surgen de sus cuerpos entrelazados y danzan al compás de la música. Personajes con carácter y ritmo propios, en quienes palpita una humanidad sorprendente.

Durante la actuación el niño que vive dentro de mí (con mi mismo nombre y treinta años menor que yo), no paró de reírse y de asombrarse…

A varios días de aquella velada, sigo hallando provocativo su trabajo, su historia y los conceptos que compartimos. Como si fuera magia –supongo que ese el efecto del artista, cuando la búsqueda de su obra es genuina— me siento alentado a continuar mi propia búsqueda creativa, a perseguir las notas del tango feroz que a mí también me nace por dentro…



Fotografías de los personajes del espectáculo de títeres corpóreos de La Charada Títeres, Rodolfo de León y Larraitz Iparraguirre:


El pirata, interpretado por Larraitz



Pareja de enamorados, interpretado a dúo

Una secuencia que sugiere el ciclo de la vida...


Rodolfo y Larraitz al final del espectáculo

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