miércoles, 30 de julio de 2008

La casa amenazada

La vulnerabilidad de la vida nómada

Para acceder a la emoción de lo desconocido de la vida nómada del viajero es necesario aceptar uno de los precios asociados: abandonar el margen de seguridad que la vida sedentaria provee.

El riesgo que acompaña la novedad del viaje es sin duda deseable y natural, pues constituye una fuente de vitalidad. Al dejar atrás las certezas y las rutinas del mundo conocido, los sentidos se afilan, el espíritu despierta: en cada ocasión es necesario recomenzar, estar abierto al encuentro, descifrar los signos del entorno, interpretar las voces y los silencios de cada nueva cultura, vivir la vida en presente y no desde la memoria…

La otra cara de la moneda de esta adrenalina exploratoria es sin duda una cierta sensación de vulnerabilidad: vamos cargando el patrimonio a cuestas, como lentos caracoles, en aparatosas mochilas que nos señalan como indudables viajeros; llegamos a sitios habitados por personajes cuyas intenciones permanecen oscuras por un periodo; con celeridad sorprendente aparecen nuevos colchones en nuestras noches; demasiado pronto dejamos atrás amigos que apenas acabamos de hacer.

Hay sitios, como Guatemala, donde esa sensación de fragilidad se exacerba. Más allá de tendencia de los medios alrededor del mundo a asomar la cara en los sitios en donde la muerte ronda, y a administrarnos nuestra dosis cotidiana de miedo y pesimismo, pues de otra manera no habría forma de sostener el rating, aquí todo mundo –el taxista, el camionero, el mesero, el ejecutivo, el promotor cultural—habla de la inseguridad que pervive en el país. Todos han escuchado de alguien cercano que ha sufrido algún siniestro. Todos traen en la punta de la lengua el tema del robo, del asalto, del secuestro, del asesinato.


Brevísima Historia de Guatemala

Dado que la violencia será un tema recurrente en algunos países de Centroamérica, y considerando a Guatemala como un ejemplo paradigmático, acaso valga la pena detenerse un momento en este sitio para encontrar claves. He aquí una síntesis de la síntesis que Peter Hutchinson presenta en nuestra guía Footprint de la historia de Guatemala:

Guatemala comparte con el resto de la nueva España las mismas trazas históricas: un pasado indígena, un proceso de conquista, un proceso de independencia en la primera mitad del siglo XIX, y una tensión pendular entre liberales laicos y conservadores católicos por adueñarse del poder.

Hasta 1871 la balanza, que había estado del lado de los conservadores se inclinó hacia sus opositores, pues en ese año, finalmente triunfó una revolución liberal. La revolución, anticlerical y siempre bajo el ideal de la integración centroamericana, impulsó el desarrollo de infraestructura y le dió al país una posición en la producción de café. Ninguna de las administraciones liberales logró sin embargo resolver la pobreza de la población indígena y menos, lidiar efectivamente con el desplome en el precio internacional del café.

Acaso esas condiciones fueron ideales para que subiera al poder Manuel Estrada Cabrera, el dictador que más tiempo ha durado al frente de un país centroamericano, y que fue célebre por la cesión de derechos monopólicos, prácticamente ilimitados, a la United Fruit Company, una transnacional americana.

Durante los primeros treinta años del siglo la United Fruit gozó de estas prebendas, con una creciente oposición de las comunidades y los grupos de trabajadores que empezaban a conformar sindicatos y a organizar revueltas.


Hacia 1931 Jorge Ubico, un eficiente pero brutal dictador, apagó cualquier ánimo de revuelta. Aplastó movimientos, persiguió intelectuales, restringió derechos, introdujo una policía secreta. Combatió cualquier señal que oliera a comunismo. Fue aliado de los Estados Unidos al grado de expulsar a los germanos residentes en territorio guatemalteco. Frente a las revueltas pidiendo su dimisión suspendió todo tipo de derecho constitucional. La presión fue tal que en 1944 se vio obligado a dimitir.

En 1944, un triunvirato de generales asumió el poder y dio paso, en elecciones abiertas, a Juan José Arévalo, quien reformó el estado, introdujo la seguridad social y diseñó un plan para la reforma social de Guatemala.

A él lo sucedió Jacobo Arvenz, quien impulsó la reforma agraria y se enfocó en terminar con la existencia de negocios monopólicos en el país. Esto, naturalmente, lo enfrentó directamente con la United Fruit. En 1952, con la expropiación de la tierra asociada a la promulgación de la nueva Ley de Reforma Agraria, la tensión creció exponencialmente, pues la transnacional cayó en su propio garlito: obtuvo un precio ínfimo por sus tierras, dado que estas fueron valuadas con los números que ellos mismos habían maquillado sistemáticamente a la baja con el propósito de evadir impuestos.

Considerando las conexiones que existían en el gobierno de EUA y la United Fruit, en las épocas de la fobia anticomunista, fue cuestión de que el gobierno de los Estados Unidos encontrara un pretexto para intervenir. El pretexto lo dio la presencia de un bote checo con misiles en Puerto Barrios. Este dato dio luz verde al apoyo y patrocinio de una intervención militar que puso a Arvenz fuera de la presidencia, so pretexto de que la presencia de armas era un paso para la instalación de una dictadura comunista. (Trama que tiene un increíble paralelismo con la reciente historia del abordaje de Bush y Cheaney en Iraq y sus intereses sobre el petroleo y la industria miliatar.)

El coronel Carlos Castillo Armas tomó entonces la presidencia. Persiguió sistemáticamente a los comunistas, de formas tanto constitucionales como violentas. Varios miles de personas murieron. Su asesinato en 1957, incrementó la inestabilidad en Guatemala, que poco a poco, durante los sesentas y setentas, fue el escenario de una salvaje oposición entre intereses de la derecha dura, enfrentados contra grupos guerrilleros (algunos de los cuales estaban inspirados en el éxito revolucionario de Fidel y sus barbones de la sierra maestra): FAR (Fuerzas Armadas Rebeldes), EGP (Ejército Guerrillero de los pobres), y finalmente el ORPA (Organización del Pueblo en Armas), que para dato cultural, fue liderado por el hijo de Miguel Angel Asturias, premio Nóbel de literatura.


Durante nuestro paso por Panajachel encontramos una exposición del curador Marlón García, que presenta la masacre de Panzós, que es representativa de la época, y que tiene puntos de contacto con otras decenas de historias latinoamericanas:

La mañana del 29 de mayo de 1979, un grupo de 800 indígenas encabezados por Mama Marquín se juntaron en la plaza para protestar en contra de la compañía canadiense Inco, LTD., que con la ayuda del ejército recientemente había expropiado las tierras y la cosecha de los indígenas para abrir una mina de níquel. Al mismo tiempo que el alcalde del pueblo salía a dialogar, la tropa de militares rodeó el rectángulo de la plaza y abrió fuego. Murieron treinta y cinco personas en la plaza y dieciocho más dejaron la vida en el Río Polochic mientras trataban de escapar.

A este ritmo, en los ochentas, con Ríos Mont a la cabeza del gobierno, la violencia de la guerra civil el país alcanzó su máximo nivel de intensidad. Pueblos enteros fueron arrasados. Algunas fuentes señalan que murieron cerca de 200 mil personas durante su administración. El tejido social de Guatemala fue destruido. Siguiendo las consignas de la Escuela de las Américas en Panamá, el ejército apuntaló una estrategia de infiltración en la población: poner a unos en contra de los otros, instaurar el terror como forma de vida, y destruir cualquier sombra de confianza en el vecino.


Fue Mejía Victores, un militar que sucedió a Ríos Montt, quien determinó que era tiempo de que el ejército se hiciera para atrás. Operacionalizó la salida del ejército del gobierno y generó condiciones para iniciar el proceso de democratización y pacificación.

A pesar de sus esfuerzos, restituir la confianza y la movilidad de la sociedad fue un proceso lento y difícil. Durante más de diez años las administraciones de Vinicio Cerezo y Serrano Elías consiguieron pocos avances. El mismo Serrano suspendió la constitución, disolvió al congreso y a la suprema corte, y estableció la censura a los medios cuando fue incapaz de manejar al país, en un movimiento que tenía toda la pinta de un autogolpe de estado.

Tuvo poco éxito y pronto dejó el poder para ser sucedido por Ramiro de León Carpio, el ombudsman, quien después de un periodo inicial de optimismo, enfrentó un país atascado.

No fue sino hasta Arzú, en 1996, que fue posible firmar la paz, terminando con 36 años de conflicto armado. En su administración se promulgó una ley de amnistía y se completó el proceso de desmovilización de la guerrilla.

Con contradicciones enormes, el país ha tenido desde entonces un par de administraciones:

Portillo, un asesino confeso (mató a dos estudiantes mexicanos, compañeros de estudio) llegó al poder en una campaña apalancada, entre otros, por el argumento de que quien había defendido su vida, sería capaz de defender la vida de sus compatriotas. Durante su gobierno se destaparon innumerables escándalos de personas ligadas a gobiernos anteriores. Los crímenes iban desde el fraude y la malversación de fondos públicos (el expresidente Serrano) hasta el asesinato de la antropóloga Myrna Mack (el coronel Juan Valencia).

Lo otra administración reciente es de Oscar Berger 2004-2008, que transitó sin pena ni gloria, lo que en esta secuencia pareciera ser un halago.

Recientemente Álvaro Colom ha tomado al poder rodeado de un aura positiva que parece estarse diluyendo rápidamente. Enfrenta como otros tantos la realidad, cada vez más evidente, de que una campaña soporta cualquier tipo de promesa, pero el gobierno está sujeto a la lenta dinámica de lo posible, no de lo deseable…

Recuento socioeconómico de Guatemala

Si la historia muestra ya un país con inclinación cultural para la agresión, y un tejido que difícilmente superará en el corto plazo los automatismos de la desconfianza, el recuento socioeconómico termina por configurar el panorama en el que la violencia se vuelve parte del paisaje cotidiano y sensación de inseguridad se vuelve una forma de vida:

Un país con una mayoría avasalladora (90%) de mayas e indios ladinos en condiciones de pobreza tremenda y en medio de un conflicto de identidad importante; una minoría encapsulada (3%) de negros garífunas; (2%), otras minorías no significativas de inmigrantes; y, una minoría de blancos (5%), de los cuales una quinta parte concentra el 70% de la posesión de la tierra, y un porcentaje todavía más escandaloso del producto interno bruto…

Un país cuyo principal ingreso es el turismo; con una economía en donde la agricultura sigue siendo el principal motor; y en donde la industria permanece en una etapa inicial –básicamente centrada en el sector consumo—, y donde la alternativa de la maquila para otros países se ha frenado después de un arranque prometedor…

Si sumamos a esta perspectiva que el ejército fue por décadas el único aparato real de movilidad social para el grueso de la población, y que conforme pierde escala ha dejado de ser una válvula de escape real para los pobres…

Si a esto sumamos el complejo proceso que trae al país el fenómeno de las maras –grupos de inmigrantes que han regresado a Centroamérica después de un periodo como ilegales en Estados Unidos— que han aprendido la lógica de la subsistencia armada en los barrios americanos, y no les queda más que asumir, en la pobre marginalidad de desempleo, que nadie les dará lo que ellos no sean capaces de arrebatar…


Pero acaso estos datos no debieran sorprendernos especialmente a nosotros, mexicanos. Por otra vía histórica, pero acaso con las mismas razones en el trasfondo, México comparte con Guatemala y con el resto de Latinoamérica, su propia historia de inseguridad y violencia.

Yo mismo, en 1999, tuve una experiencia al lado de mi familia a través de la cual la inseguridad dejó de ser dato de estadística oficial, titular de periódico amarillista, o relato de lo que le pasó al conocido de un conocido, para convertirse en parte de nuestra historia:

La casa amenazada

Yo había ido a la última función de cine el domingo por la noche con una amiga.

A media noche me estacioné frente a la casa y bajé del coche, mecánicamente, para entrar en la casa, abrir la reja del garage y guardar el automóvil. Cuando abrí la puerta había ahí, en la banqueta, frente a mí, salidos de quién sabe donde, cinco tipos con pistola, apuntándome.

“Un solo sonido y te mueres, hijo de la chingada”, dijo uno.

Entre chocado y calmado, tratando de entender lo que sucedía, contesté sus preguntas y vi cómo metieron el coche al garage, tras de mí.

Les dije que adentro estaban mi papá, mi mamá, mi hermano y la muchacha del servicio. Abrí la puerta para que entraran a la casa.

En un segundo uno de ellos subió las escaleras y amagó a mi papá con una pistola.

Mientras tanto otro me llevó a la sala. Entre amenazas y golpes me quitó la cartera y me hizo arrodillarme. Hundió mi cabeza en uno de los sillones. Me puso la pistola en la nuca. Pensé que iba a morir. No estaba asustado. Lo vivía todo como si fuera un espectador. Entonces, inesperadamente vino a mi cabeza la imagen de una novia a quien había amado. Es increíble la claridad que cobran las emociones en los momentos extremos. Era como si mi vida entera se resumiera en ese registro afectivo, en esa memoria final.

Después, deje de pensar. Todo fue percepción presente, estado de alerta, registro de sonidos imperceptibles, sentido de colaboración para que los asaltantes vaciaran nuestras cuentas de banco, registraran hasta el último rincón de la casa, subieran ordenadamente su botín a mi coche, cuya factura, naturalmente, les sería oportuna y debidamente endosada.

Cuando me subieron al segundo piso, a reunirme con mi familia, me encontré con una estampa casi cómica. Estaban los tres sentados en la sala de televisión, cubiertos con sábanas, como si fueran muebles viejos o fantasmas.

A mi no me cubrieron. Me mantuvieron todo con la cabeza gacha y los ojos cerrados. Me usaron como su guía, su recadero.

Reunidos casi como en una velada familiar en medio de extraños visitantes, cada uno tuvo la oportunidad de lucir sus excentricidades: Mi hermano, el bulto más pequeño, temblaba y castañeaba los dientes hasta que uno de los asaltantes se le acercó. Le hizo una pregunta: “¿Tú eres güey o vieja?”.

Mi papá murmuraba cosas todo el tiempo. Yo trataba de descifrar sus seseos para entender si es que había un mensaje, un código cifrado. Los asaltantes no tardaron en captarlo. “¿Tú que tanto dices, pendejo?”. Papá, contestó con una serenidad pasmosa: “Estoy rezando”.

Mamá pidió que no le hicieran nada a la oaxaquita que dormía en la azotea. Mintió sobre la ubicación de mi hermana Carla, recién casada –cuya presencia era obvia para los asaltantes, pues aparecía en una de cada dos fotografías en la casa-- temiendo que la visitaran nada más terminaran el trabajo en nuestra casa. Para cerrar la faena dijo que no había armas en la casa, cuando uno de los asaltantes quiso probarla tras el hallazgo de un viejo revólver que el abuelo le regaló a papá el día que se casó. Su rara colección de intervenciones imprecisas (nacidas de instintos de protección y reflejos paranoicos) le granjearon varios insultos y más de un coscorrón de la banda de asaltantes.

En las cuatro horas que duró el asalto casi no los pude ver. Sólo conservo algunos registros parciales, entrecortados: Una voz rasposa. La nariz ancha en el rostro de uno de ellos. Pelo rubio decolorado. Un par de botas picudas de piel de víbora blanca. Un revólver viejo y largo con un mango como de nácar.

Es posible que en mi mente estuviera también todo el tiempo el constante cálculo del riesgo: ¿Cuándo las cosas han adquirido un cariz suficientemente extremo que amerrita actuar de forma terminante y extrema? ¿Qué signo de violencia ameritaría salir de esta mansedumbre para defender la propia vida, o la de los otros miembros de la familia, si fuera el caso?

Pero no pasó más allá de eso. De la amenaza siempre latente de que nos causaran algún daño irreparable. Al final, cuando se convencieron de que en la casa no había joyas y terminaron de saquear el último rincón, nos metieron a los cuatro en una tina. Nos cubrieron con una colcha. Dijeron que debíamos permanecer ahí durante treinta minutos antes de salir o nos matarían.

Estábamos tan juntos que era casi posible escuchar el pálpito del corazón del cada uno. Nuestras manos se buscaron. En medio de la oscuridad ese tacto familiar nos hizo intuir que habíamos logrado sobrevivir.

Con los primeros rayos de luz del amanecer, todavía temerosos, salimos a explorar la casa. Hay pocas experiencias tan desconsoladoras como encontrar tu casa en ruinas. Todas tus cosas volteadas. Ropa y artefactos en el piso, como si fuera cascajo. Las alfombras y las almohadas con un olor pestilente, pues los asaltantes tienen la superstición de que si mean el sitio que roban, tienen el escape garantizado.

Después llamamos a tío Manuel, para que viniera a ayudarnos. Llegó junto con Carlos y Tía Ana.

Conforme nos relajamos y empezamos a sentir el desgaste de la jornada, los eventos empezaron a cobrar un carácter nebuloso, una secuencia discoontiua. Empezamos entonces un intento de reconstrucción colectiva a través del relato. Cada quien aportó una pieza del rompecabezas: Mamá dijo que cuando llegué ella me vio entrar y pensó que yo había llegado con amigos, y por eso no hizo nada. Ernesto estaba todo el tiempo en silencio. Papá aseguró que él podría haber embestido al muchacho que subió a su cuarto con la pistola y hacerlo rodar escalera abajo. Yo sentía una mezcla de vergüenza y culpa, pues al final, palabras más, palabras menos, fui yo quien los dejó entrar a la casa...

Luego vinieron los judiciales a interrogarnos y a hacer un inventario de las cosas del robo. Entonces la sensación de vulnerabilidad alcanzó su punto máximo. Habíamos perdido el control de lo que ocurría en la casa: gente extraña seguía entrando y haciendo preguntas sobre nuestra vida, sobre nuestras posesiones, sobre nuestros activos.

Los días y los meses siguientes fueron un tiempo lleno de perplejidad. La sensación de trasgresión operó en cada uno de forma distinta. Llantos repentinos. Deseos de venganza. Activismo para organizar a los vecinos de la cuadra. Pesadillas en medio de la noche. Sensación de ser vigilados. Sobresalto frente a cualquier sonido. Llamadas compulsivas cada media hora para saber dónde estábamos. Elaboración de protocolos de seguridad para entrar a la casa. Cambio de cuentas de banco. Establecimiento de códigos de emergencia. Chistes familiares. Relatos en todos los foros.

Hasta que poco a poco, con los años, el olvido llegó. Especialmente porque a nosotros la fortuna nos sonrió. El episodio se limitó únicamente a las cosas materiales, al dinero.

A nosotros nos fue posible regresar a la normalidad. Vivirlo todo sólo como un mal sueño. Recuperamos el equilibrio, y cada uno también reconstruyó una dimensión de seguridad (o una ilusión de seguridad)...

Pudimos regresar a ocuparnos cada uno de los asuntos de nuestra cotidianidad. Volvimos a nuestra vida.

No así, lamentablemente, quienes, como en Guatemala, han atestiguado la cara verdaderamente dura de la violencia.

Estos hombres, estas mujeres, estos niños cuya casa ha sido visitada por la mutilación, la violación, la traición, la tortura, el asesinato, el genocidio…

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