lunes, 14 de julio de 2008

El alma de la tierra

Cada parte del viaje tiene un sabor distinto. El caribe, con su alegría desbordante y naturaleza caprichosa, me supo a cadencia y a música. Los caribeños llevan el ritmo en los poros; destilan seducción, gozo, alegría y despreocupación.

En cambio lo primero que me asaltó al llegar al altiplano de Guatemala fue el silencio. Los primeros días en las calles de Antigua me sentía rodeada de miradas silenciosas. Atrás habían quedado los gritos dominicanos y la algarabía puertorriqueña.

Los indígenas, en comparación con los caribeños, son extremadamente callados. Observan en silencio y bajan la mirada. Como si toda su energía estuviera girada hacia dentro. No puedo dejar de imaginar la vida que bulle detrás de esos ojos profundamente castaños. Quisiera adivinar las razones de su silencio.

El caribeño te mira a los ojos, ya sea para seducirte o para retarte, pero te sostiene desafiante la mirada. El indígena, quizás por su historia, no habla a menos de que sea necesario.

Las olas del mar caribe, con su eterno vaivén, pareciera que van meciendo a los caribeños desde niños para impregnarlos de ritmo y movimiento. ¿Será que las montañas de Guatemala, con su presencia sobria, invitan a sus hijos a mirar hacia dentro?

Sentada en el borde del Lago Atitlán me sentí sobrecogida por la cercanía y majestuosidad de los volcanes que lo rodean. Guardianes del tiempo y sus secretos, los volcanes parecen acompañar en silencio a sus habitantes. Inmutables. Ancianos sabios capaces de ver más allá en el tiempo y en la distancia que lo que nuestro ojo humano puede percibir.




Esa tarde, alcancé a adivinar lo que habrán sentido los antiguos que vieron en los volcanes a sus dioses.

De niña siempre me costó trabajo conciliarme con la idea abstracta de Dios. Me esforzaba por encontrar una imagen que pudiera visualizar en mi mente; una imagen hacia dónde dirigir mis oraciones. Sabía que Dios debía ser grande, inmenso, poderoso, infinito… pero el único adjetivo que lograba entender era invisible.

Por más que deseaba relacionarme con Dios, como insistía el Padre, no podía entender cómo mis oraciones serían escuchadas por un ser invisible. Finalmente, me conformaba con la imagen de un hombre de barbas largas, sentado en el cielo en un trono de oro, que con indiferencia me escuchaba.

Qué fácil me hubiera resultado rezarles a los dioses de la naturaleza. A diferencia del dios elusivo al que trataba de encontrar, los volcanes estaban ahí, presentes, visibles, casi eternos. El agua, el viento, la montaña. Esos son los seres con los que yo hubiera podido identificarme; seres a quienes hubiera podido rezar; seres en quienes hubiera podido confiar.

Desde niña me ha costado trabajo identificarme con la religión católica. Las historias de la Biblia me parecían igual de fantásticas que los mitos griegos que me contaba mi abuelo. ¿Por qué debía creer en Adán y Eva en lugar de creer en Zeus y Hera? ¿Qué diferencia había entre la religión y la mitología? Para mi todo eran cuentos.

Creer en un dios protector que me cuidaba pero que permanecía invisible a mis sentidos me parecía injusto. Las historias de vocaciones y llamados que nos contaban las monjas me resultaban fabricadas. Invenciones que pretendían acercarnos a un dios enigmático. Yo nunca había sentido nada cercano a lo que ellas contaban y para mi mente experimentadora, lo que no pudiera sentir y vivir en carne propia, simplemente no existía.


Cuando supe que los indios americanos en lugar de adorar al Dios que yo conocía adoraban a la naturaleza y a sus criaturas, me sentí engañada. Estaba segura que de haber nacido en cualquier rincón del continente americano hace más de quinientos años no hubiera tenido las dudas que me acompañaron durante mi infancia y adolescencia.

Creer en el viento y en el sol, pedirle ayuda al espíritu de los animales, me hubiera hecho todo el sentido. Esa era mi religión. Mi alma seguramente pertenecía a esa estirpe de humanos que dialogaban libremente con la naturaleza. A mi me había tocado vivir bajo una religión encerrada en estructuras de piedra y ladrillo.

Las canciones de misa que verdaderamente me movían hablaban de la naturaleza: …And He will raise you up on eagle's wings, Bear you on the breath of dawn, Make you to shine like the sun, And hold you in the palm of His Hand…

Esas imágenes, de águilas y amaneceres, eran las que resonaban con mi alma. En esos momentos podía sentir un chispazo de lo divino, de lo sagrado y un deseo profundo por unirme con esa inmensidad…

¿Y no debería acaso ser esa la función de la religión? ¿Resonar con el espíritu de cada persona? ¿Ayudarnos a entrar en sintonía con la sensación de infinidad? ¿Acompañarnos en nuestro recorrido solitario por la vida?

Creo que nunca fui capaz de sentirme acompañada por el dios cristiano que me fue inculcado de niña. Pero así como los hombres antiguos buscaron en la naturaleza las respuestas a los enigmas de la vida y así como algunos cristianos han necesitado de las metáforas de la naturaleza para transmitir la sensación de divinidad, yo también he tenido que escaparme de vez en cuando a la naturaleza para sentirme acompañada, protegida y guiada por un ser superior.


Al llegar al aeropuerto de Guatemala me llamó la atención la frase publicitaria que usa el instituto de turismo para promover al país: Guatemala, alma de la tierra. Al principio me pareció un poco arrogante. ¿Quién les había concedido el derecho de autonombrarse el espíritu de la tierra?

Sin embargo, con el paso de los días, empiezo a ver que quizás tengan razón. En un sitio como Guatemala, impregnado por el espíritu indígena y rodeado de naturaleza, es difícil no vibrar con el alma del planeta.

Posiblemente los indígenas no sólo dejaron su huella con sus idiomas y vestidos, sino que también dejaron abierto el camino de reconexión con la naturaleza. Por lo menos yo, sentada frente a los volcanes de Atitlán, pude sentir la presencia majestuosa del alma de la tierra.

1 comentario:

pablocollada dijo...

"Dijo Tennyson que si pudiéramos comprender una sola flor sabríamos quiénes somos y qué es el mundo. Tal vez quiso decir que no hay hecho, por humilde que sea, que no implique la historia universal y su infinita concatenación de efectos y causas. Tal vez quiso decir que el mundo visible se da entero en cada representación, de igual manera que la voluntad, según Schopenhauer, se da entera en cada sujeto. Los cabalistas entendieron que el hombre es un microcosmo, un simbólico espejo del universo; todo, según Tennyson, lo sería."

Me declaro partidario de dicha religión, Jennifer. Y que cada paso quite la sordera y ceguera para entendernos en el mundo.

Un fuerte abrazo,

P.