viernes, 6 de marzo de 2009

Vuele bajo II. La voz del silencio

I.

Recién hace unos días, escribiendo un texto, rocé el recuerdo de la angustia que durante toda mi infancia y buena parte de mi adolescencia me rondó. Pero como los relatos tienen una vida caprichosa, aquel decidió seguir el sendero del Romance con la palabra hablada y no me alcanzó el espacio y el tiempo para seguirle la traza a aquella memoria y desenredarla por completo…

A los pocos días, la curiosidad volvió, así que me di el tiempo para volver a evocar aquel sentimiento. Y en efecto, después de un rato volví a encontrar el pliegue de espíritu donde aquella leve asfixia atenazadora solía anidarse… Y me quedé ahí un rato. Formulando preguntas. Tratando de recordar, entre otras cosas, de dónde venía la angustia.

Vino a mi mente nuevamente el asunto aquel de la radio que ponía yo debajo de mi almohada para tranquilizarme al calor de la voz. Y detrás de ese recuerdo, vinieron otros. Y en su cauce, trajeron una respuesta: lo que palpitaba en el fondo de aquel sentimiento oscuro era la ponzoña aguda de una enorme exigencia acumulada; un ideal de perfección que bien temprano se me había metido en la cabeza, y que competía palmo a palmo con otra versión de mí, más “normal” y menos demandante, por ponerlo de alguna manera.

II.

Vino a mi mente, por ejemplo, una memoria cercana a los nueve años de edad. En esa época, usualmente nos levantábamos todos a las cinco de la mañana para ir a correr en familia –pues mi papá tenía la convicción de que un cerebro oxigenado asimilaba más y funcionaba mejor. Sin embargo, yo me paraba una hora antes para tender mi cama y tener listo todo con anticipación. Pasaba la última hora de sueño, muchas veces muriéndome de frío, acostado en el suelo para no deshacer la cama recién tendida, muy derechito, hasta que escuchaba el despertador en el cuarto de mis papás.

Por la misma época, mi maestra de tercero de primaria, Miss Ruth, un viernes, me puso una nota en la libreta de tareas que mi mamá debía firmar todas las tardes de enterada –“Arturo se portó mal hoy en clase”. En realidad yo nada más había jugado un poco de futbolito por debajo de la mesa con Santiaguito Santurtún y el Pollo Coello, cuando ya habíamos terminado los deberes de la clase, pero ella no quiso aceptar explicaciones e igual puso aquel recado fatídico.

El terror de tener que confesarle a mi mamá el asunto era tal, que en el camino de vuelta a la casa empecé a experimentar un terrible dolor de panza. Vomité apenas paró el coche, cuando llegamos a nuestro destino. Los mimos y cuidados de mi mamá me hacían sentir más culpable, pues con la demora para confesar, a la mala nota se sumaba el ocultamiento… Estaba tan desgastado y débil cuando a las siete de la noche acabé entregándole el recado a mi mamá, que poca mella me hizo el regaño real…

Pronto, en el fragor de la batalla contra el filo constante de ese ideal empezaron a ocurrirme cosas extrañas:

En mi escuela solían llevarse a cabo asambleas en las que cada grupo presentaba una pequeña obra de teatro a los padres de familia y a los compañeros de grado. Típicamente se elegía un tema y cada niño debía memorizar un pequeño parlamento relacionado para decir al frente del auditorio, en el micrófono.

Mi mamá solía siempre estar en primera fila y deshacerse en porras (era la única mamá que vociferaba) cuando yo pasaba al frente. Entonces, de forma súbita y sin razón alguna, pues yo me sabía los parlamentos al dedillo, se me ponía la mente en blanco y olvidaba lo que debía decir.

En medio del ridículo, en más de una ocasión las tuve que volver a mi sitio sin poder entregar mis líneas, en lo que para esa edad, podría ser perfectamente considerado un flagrante fracaso…

Podría pensarse que aquel olvido paralizante se trataba del mismo fenómeno que experimentan los futbolistas mexicanos cuando van a tirar un penalti frente a una multitud expectante.

Sin embargo, cabe también otra lectura: Aquellos olvidos eran pequeños mensajes de mi inconsciente –más sabio que yo— que a con todo el volumen de mi silencio frente al micrófono, me hacía saber que no era necesario que yo brillara como estrella; que no tenía que ser, en efecto, la encarnación de la perfección.

Como quiera que sea, en vez de que la rebelión contra el ideal venciera, los mecanismos de la tiránica perfección fueron ganando camino. Y poco a poco, justo en el sentido contrario de los olvidos públicos, me entró una cosa por hacer patente a todos que yo lo sabía todo.

Para sexto de primaria, a los doce años, por ejemplo, me surgió la comezón de de contestar al botepronto cualquier cuestionamiento que la maestra planteara, con indiferencia de a quién había sido dirigida la pregunta, y frecuentemente, antes de que el compañero al que le había sido formulada originalmente tuviera siquiera tiempo de calibrar y contestar. Mi comportamiento era irritante al grado que una ocasión, Miss Tere, que se conducía normalmente con impavidez de nitrógeno en estado líquido, terminó por sacarme del salón, exasperada.

Y así también, exasperado, terminaba cualquiera que tuviera la ocurrencia de discutir conmigo. Pues por demostrar que la razón estaba de mi lado era capaz de argumentar cual pugilista palabrero, hasta que el contrincante cedía, mudo de argumentos o agotado de necedades. Justo por ese aire de inteligencia autosuficiente es que mi madre y mis hermanos me tacharon irremisiblemente de soberbio.

Ahora que la perplejidad era bastante universal, pues a fuerza de calistenia discursiva una armadura de palabras eruditas y frases complicadas se instalaron en mi forma de hablar, y más de uno de mis compañeros de clase me preguntaban genuinamente intrigados que por qué razón, si yo era apenas un niño, hablaba como adulto.

Y por si faltara algo para redondear el cuadro, para cuando terminé la primaria, había vencido en mí una manía vanidosa de sacar dieces seguidos en la boleta de calificaciones.

Pero --ese fue el punto de partida del relato— en la misma medida en que aquella tiranía de utopías enajenantes ocupó el lugar protagónico en mi historia, la angustia, como protesta silenciosa, se me convirtió en una perenne compañera.

III.

Me pregunto por qué justo ahora se movió esa angustia añeja.

¿Qué está pasando? ¿Qué significa?

Lo que pasa, simplemente, es que el fin del viaje aparece en el horizonte. Que aunque tres o cuatro meses que nos faltan son una eternidad (casi un viaje en sí mismo), frente a los nueve que hay detrás de nosotros, estos que faltan son ya apenas un suspiro.

Y detrás de ese horizonte, al otro lado de la frontera del viaje está el regreso a México, a la vida normal.

Y desde ahí no es difícil rastrear que la angustia añeja ha sido convocada en parte por el miedo que parece estar presente sobre todo en los que se quedaron allá y que todo el tiempo están haciendo un potente llamado para regresar a la estructura de seguridad y protección. Pues, aunque no lo digan explícitamente, de alguna manera está omnipresente detrás de sus palabras y en sus silencios, son tiempos de crisis y son tiempos inseguridad.

La ansiedad se ha despertado sobre todo ahí donde el “yo quiero” del viaje –y su cadencia ligera de días nómadas, sueños ligeros como alas de gaviota, juego risueño y asombro cotidiano—, choca con el “tu debes” de la voz grave y la inmutabilidad milenaria del dragón de la cotidianeidad, de lo establecido. Esa voz del mundo normal que pulsa para terminar este “paréntesis adolescente” y regresar a la vida adulta, al sitio que desde siempre nos corresponde; al papel que está marcado en el script de todos los que son razonables: la jornada de doce horas de trabajo, la corbata, el departamento de paredes blancas y minimalismo trendy, la hipoteca, la casa de campo, la camioneta del año, las clases de ballet y francés para los niños, etc…

Pero a esas dos voces externas y tangibles ya estoy acostumbrado, y para ser franco, no me faltan recursos para administrar sus demandas o desafiar sus inhibiciones...

Son más bien otras dos circunstancias, voces más bien internas, las que preocupan, y que representan un desafío real para mí:

La primera es la ansiedad responde a que, frente a mí, aún se despliegan todas las opciones, se abre el abanico entero de sueños y proyectos: los que pertenecen a la vida anterior (como la consultoría organizacional de HayGroup) los que están en el universo del viaje (como la escritura) y los que están en mis sueños más locos…

Es decir, que el final del viaje es la metáfora, real y concreta de otra frontera. El que impone la elección de una vida entre todas las que hacen falta vivir para dar curso a todo lo que me hierve furiosamente por dentro. En la ansiedad está la anticipación de la renuncia –y por lo tanto de la pérdida— de todo eso otro que habrá que dejar a un lado, para construir la vida…

Pero no sólo eso. Además, y por la naturaleza de aquella angustia añeja, la ansiedad consiste en una exigencia loca que lo quiere todo al máximo nivel. Una voz infatigable que exige de mí un desempeño sobresaliente en todo lo que hago y que está pronta a latiguearme hasta que no lo consigo. Un hambre desproporcionada de perfección. Una tensión recurrente que paulatinamente va convirtiendo el disfrute en carga. Una tendencia íntima, que de no ser gestionada, es capaz de convertir la pasión más genuina en la obsesión más enferma…

Y es que frente a la serie de elecciones que traerá consigo por fuerza el final del viaje, existen un par de riesgos que amenazan las conquistas que este tránsito nómada alrededor de Latinoamérica ha traído a mi vida:

Construir un proyecto de vida exclusivamente a partir de aquellos ámbitos en los que es factible un desempeño extraordinario en el corto plazo, y en consecuencia pasar por alto aquellas otras alternativas, acaso más auténticas, que requieren una cadencia y un ritmo más pausado y progresivo para florecer…

Y... ahogar la ligereza lúdica que el viaje ha traído a mi vida y sus proyectos en un estilo de vida en que prevalezca un desbalance sobrecargado y enajenante para terminar, tarde o temprano, asfixiado…

IV.

En el momento en de la elección inicial y en el momento de la construcción posterior que determinarán la forma de la nueva vida, me gustaría ser capaz de escuchar la voz del silencio de aquel niño de nueve años que fui. Hacerla prevalecer, para matizar las pasiones que se me agitan adentro y gestionar las voces expectantes que truenan afuera.

Si lo consigo, entonces podré decir, sin duda, que al final de este viaje, mi corazón, es en efecto, más sabio...

1 comentario:

¡Piiipu! dijo...

Arturo:
me gustó mucho esta entrada, al mejor estilo Camus has tocado las fibras profundas que atraviesan mis experiencias de infancia y adolescencia..
"ahora entiendo ..."

un abrazo
Airym