jueves, 26 de marzo de 2009

Desde el diván en la ruta de los hombres notables

I.

Después del trayecto de bus que demoró cuarenta y cinco minutos para llegar a mi primera sesión del psicoanálisis exprés que hice en Montevideo, tengo una experiencia surrealista:

Llego a la dirección que he conseguido en la Asociación Psicoanalítica del Uruguay y me percato que el consultorio se encuentra dentro de la Clínica del Niño – Centro del Adolescente. Ema Ponce de León, mi nueva analista, dirige una institución que trabaja con un colectivo multidisciplinario de profesionales...



Me recibe la secretaria, Ana, y me pide que pase a la sala de espera. Entro en un cuarto amplio. Está repleto de niños. Busco un lugarcito en la esquina y me acomodo en lo que me llega el turno para pasar. Me siento como transportado a un cuento, rodeado de enanos y hadas.

Una niña chupa una paleta. Un niño juega con un pequeño artefacto electrónico. Hay uno, sentadito muy derechito y muy serio, con un solideo sobre la cabeza y observa al resto detrás de sus enormes lentes. Un par de hermanos rubios de diez años molestan molesta a su hermanito pequeño, de seis, diciéndole que él está muy feo. Dos nanas cuidan a uno como de tres años que insiste en correr por los pasillos de la sala de espera y en escalar cada uno de los sillones. Uno, literalmente, se entretiene explorando en las profundidades de su nariz en busca de mocos. Un par de niñas se abrazan a su madre mientras miran con una mezcla de temor y de ganas de participar el hervidero de perversos polimorfos.


Mientras miro la escena, dos pensamientos inevitables me cruzan la mente.

El primero: “Y vaya que si el psicoanálisis procura establecer un setting que fomente la regresión y el contacto con contenidos primitivos reprimidos…”;

y el segundo: “Si me vieran en este momento mis colegas de la oficina de HayGroup en México --un lunes a las cuatro de la tarde en pleno mes de febrero laboral, en medio de esta parvada de pájaros infantiles-- pensarían sin duda que soy un caso sin remedio, que me he deschavetado, y que necesito a gritos el tratamiento que estoy a punto de empezar…”

Me río.

Apenas llegué aquí ya estoy jugando y fantaseando…

Y ¿de qué se trata el psicoanálisis, si no de eso?


Aparece Ema en el corredor y me llama.

Es hora de empezar...






II.

Desde el diván, en el curso de este mini análisis, rescaté diferentes escenas claves de mi vida en donde se me fue anudando un carácter medio extraño, hiperactivo y perfeccionista, heroico y mesiánico.

Entre ellas, evoco una de segundo de secundaria, de los catorce años:

En aquella época en la que barros y espinillas cubrían mi cara, yo no era un adolescente como todos los demás: un intento fallido en el campamento de graduación de sexto de primaria por conquistar a la niña guapa y popular del salón, me había condenado al ostracismo femenino. Al mismo tiempo, aquel rechazo había catalizado en mí la extraña idea de que quería ser sacerdote para ocuparme del alma de mi prójimo, justo a la edad en que el alma de mis compañeros de clase estaba obsesionada con el cuerpo de su prójimo, especialmente con sus curvas femeninas…

Así que, como bicho raro, las mujeres no me hablaban salvo cuando algo lo ameritaba realmente, como aquella mañana de miércoles, cuando se acercaron en multitud muy agitadas a pedirme que, en mi carácter de representante del salón, hiciera algo para impedir la desgracia que se les venía encima.

Cuando se calmaron, pudieron explicarme que de forma inverosímil, el día anterior (yo estuve ausente de la escuela), al profesor de Civismo –P.P.— se le había ocurrido la idea de organizar, el siguiente viernes, el concurso de las piernas más bonitas del salón. De tal forma que todas tendrían que desfilar en minifalda frente a sus compañeritos, perversos lobos adolescentes, hambrientos de carne y emociones intensas. La idea había sido planteada tan de botepronto y era tan disparatada, que ninguna había encontrado la forma de protestar. Pero ahora, por favor, por diosito, yo tenía que interceder, que hacer algo para impedir la masacre.

Y fue así como el viernes citado, nada más entró el profesor en el salón y frotándose las manos dio indicaciones para que iniciara el desfile, respiré hondo, y me puse de pie desde el lugar en que estaba mi asiento, en el medio del salón de clases.

Se hizo un silencio hondo. El profesor se sorprendió. Me interrogó con la mirada.

Y entonces dije lo que tenía que decir. Duro y a la cabeza.

Le dije que estaba equivocado si en verdad pensaba que alguien iba a seguir su propuesta; le dije que nos parecía indignante su idea del concurso; le dije que en el salón de clases estaba muy claro cuál era su rol como profesor y cuál el nuestro como alumnos; que ambas funciones suponían una cierta distancia; que en su confusión, él estaba perdiendo esa distancia; que nadie en el grupo estaba de acuerdo con su idea, y que le hiciera como quisiera, pero que nadie se iba a parar de su lugar.

Dije esto sin precipitación alguna. Con una serenidad pasmosa y sin que me temblara la voz.

El profesor me miró. Mudo. Temblando, él si. Avergonzado de que un peneque de catorce años con problemas de acné lo hubiera puesto en su lugar. Tenía una mirada en el rostro llena de un odio rabioso que le duraría para siempre.

Los compañeros me miraron. Mudos. Sorprendidos. Incrédulos de que yo fuera tan imbécil como para negarles el placer del concurso y para privarme yo mismo de él.

Las compañeras me miraron. Mudas. Sorprendidas. No creyendo que me hubiera atrevido a desafiar al profesor y defraudar a mis amigos. Agradecidas de que hubiera tenido el arrojo de hacerlo.

III.

Ese rasgo de heroísmo y santidad fue una de las formas que adquirió la necesidad de perfección que ya he reseñado en otro sitio del blog, recientemente.

Ciertamente, en algunas ocasiones, como en la que recién he descrito, mi protagonismo ejemplar tenía el potencial de provocar reacciones de gratitud y una cierta admiración, como pasa con todo lo que tiene una existencia improbable.

Sin embargo, de forma no menos frecuente, aquel impulso perfeccionista motivaba conductas chocantes al punto de desesperar a la gente a mi alrededor. Como aquel sábado por la mañana, más o menos un año antes de la escena que recién he descrito, cuando al entrenador de nuestro equipo de futbol se le ocurrió no presentarse para dirigirnos en el partido que teníamos en el Centro de Capacitación de la Federación Mexicana de Futbol.

Estábamos perdiendo uno a cero contra el equipo contrario, debido a un error de Curro, --un gigantón bonachón, tranquilo y medio lerdo—, que jugaba de guardameta.

En el descanso intermedio, espontáneamente nos juntamos en círculo junto a la banda del campo y hablábamos sobre el accionar del primer tiempo. Estábamos enfrascados en una discusión --evaluando los errores de la primera mitad y discutiendo la estrategia que deberíamos seguir para ofender a los contrarios--, cuando empecé a sentirme desesperado, pues nada más no nos poníamos de acuerdo. Conforme discutíamos, me fue invadiendo una considerable dosis de adrenalina que demandaba un desempeño perfecto y quería conseguir a toda costa la victoria.,,

Entonces, siguiendo el dictado de mis entrañas, se me ocurrió tomar el papel del entrenador ausente, y a repartir indicaciones a mansalva: A uno le dije que se adelantara diez metros en el campo; a otro le aticé un poco, pues no estaba corriendo lo suficiente en el campo; hice un enroque entre dos mediocampistas, y a otro lo mandé a la banca.

Entonces noté que Curro estaba medio distraído, pateando un bordecito de hierba mal recortada que había cerca de la línea de banda.

Reventé sin piedad.

Le dije que más valía que se pusiera las pilas, pues por su culpa íbamos perdiendo. Le dije que si no quería estar ahí mejor se fuera a jugar a las muñecas a su casa.

Y seguí. Durante cerca de dos minutos me la pasé increpándolo, electrizado por la energía oscura que me salía desde la panza.

Y estaba en eso, reberberando en mi rollo, cuando de pronto, desde un punto ciego y sin decir agua va, voló un manotazo directo hasta mi rostro. Era Julián, nuestro defensa central,--un mastodonte que desde los diez años nos sacaba a todos veinte centímetros de altura y treinta kilos de peso--, que desesperado por la zurra que le estaba poniendo a su amigo Curro, me dio un cachetadón justiciero.

No conforme con el descontón, mientras yo todavía andaba atontado por el primer golpe, me tomó de un brazo y una pierna, me cargó y me hizo girar en avioncito un par de vueltas, por lo menos. Y por último, culminó su llave de gladiador de lucha libre en la Arena Coliseo, con una patada seca en la entrepierna.

No respondí y ni chance hubiera tenido de hacerlo.

Julián literalmente me cerró la boca.

Resignado al silencio, durante lo que restaba de partido, corrí como un loco --con el fuego que ya antes tenía en la tripa, al que ahora se sumaba la vergüenza inevitable de haber sido sarandeado como un trapo.

Terminamos aquel partido con la victoria a nuestro favor: dos goles a uno.

Cosa curiosa, yo metí ambos goles...

Sea como fuere, aquella mañana, al final del partido, me llevé un mensaje clarito de vuelta a mi casa, pues en un plano profundo, lo que me dijo Julián de forma bastante aparatosa, es que mi necesidad de logro jode a los demás. Que mi perfeccionismo tiene un impacto negativo en los otros.

Que las tensiones que se derivan de mi heroísmo y mi impulso de excelencia estarán muy bien para mí, pero que no ayudan para nada a los otros a resolver y a caminar. Que mis obsesiones son algo que me toca a mí bancarme solito...

IV.

A la siguiente sesión llevé un sueño:

Estoy en un campamento. De pronto, una víbora trata de morderme la muñeca. No lo consigue, pero el puro roce me envenena un poco y me hace marearme. Entro a una pequeña cabañita y encuentro a mi papá que está siendo atacado también por víboras. Me angustio profundamente. Empiezo a jalarles la cola para liberar a papá mientras varias lo muerden. Voy arrancándoselas una a una. Al final me doy cuenta que sólo fue una mordida profunda en la muñeca.

Como en cualquier juego onírico, al contenido del sueño podrían responder muchas explicaciones latentes. Me quedo sin embargo con las asociaciones y líneas interpretativas que siento más provechosas, por sus implicaciones para el futuro:

La serpiente, como en el génesis, es el símbolo del saber; el saber que en un sentido está asociado a la soberbia; la soberbia del desempeño extraordinario.
El veneno que intoxica es la necesidad de logro, el perfeccionismo.
El mareo es el efecto del acelere --signo de una adicción-- que como cualquier otra, destruye.
Yo en el sueño, logro hacerme cargo de mi adicción.
En la muñeca se ponen las esposas que nos encadenan a los otros, que nos conectan .
Mi padre del sueño es una representación de todos los que están conectados conmigo –Jennifer, y mis hijos (proyectados en el futuro)— que terminarán envenenados de ese perfeccionismo, si no me hago cargo de él.
Mi angustia es la representación de la conciencia abismal de lo que puedo terminar provocando en los otros. Es un signo de dolor. Es que algo que antes sintonizaba conmigo, que ahora me resulta ajeno, molesto, distónico...



V.

No es casual que aparezca el padre en mi sueño.

Una conexión obvia es mi padre, hacia quien tengo la más grande de las admiraciones por su forma de haber sido padre conmigo.


Existe sin embargo otra conexión, menos obvia, y que pasa por la agenda de lectura del viaje. Justo por esos días recién había estado leyendo Encuentro con hombres notables, una reflexión autobiográfica de un psicólogo ruso de nombre Gurdieff, en el que habla de su padre, a quien dedica el primer capítulo de su libro, y sobre el que recuerda:

“(…) Resaltaba la grandeza de la serenidad y del desapego que conservaba mi padre, en todas sus manifestaciones, frente a las desgracias que se abatían en él. (…) A despecho de la lucha encarnizada que llevaba contra todas las dificultades que se derramaban sobre él como de un cuerno de abundancia, nunca dejó de tener, en todas las circunstancias difíciles de su vida, el alma de un verdadero poeta. (…) Reinaba en nuestra familia, incluso en los momentos en que todo nos faltaba, una extraordinaria atmósfera de concordia, de amor y de deseo de ayudarnos los unos a los otros. (…) Gracias a su innata facultad de inspirarse en los menores detalles de la vida, él era para nosotros, incluso en los momentos más angustiosos de nuestra existencia común, una fuente de valor y al comunicarnos su libre despreocupación, suscitaba en nosotros el impulso de la felicidad al cual aludí.”

VI.

Y yo, desde el diván montevideano de Ema Ponce de León, a principios de marzo del 2009, --cuando el mundo se encuentra en medio de una crisis descorazonadora, cuando desde México nos invaden noticias de que nuestra patria se desgrana en medio de la inseguridad, cuando yo llevo un mes trabajando con la tiranía motivacional que me corre por dentro y que me exige alcanzar una perfección imposible— entre recuerdos, evocaciones, proyecciones y sueños, rodeado por niños que ríen a carcajadas y se entretienen sacándose los mocos...

...reafirmo mi aspiración de seguir trabajando con la mirada hacia adentro, para convertirme también, algún día, en un hombre notable...

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