martes, 26 de mayo de 2009

Bienvenidos a la Gran Ciudad


Dos días después de haber llegado a Buenos Aires (en nuestro primer paso por ahí) salimos a tomar unas cervezas por el barrio de Palermo Soho con Chimi y Agnes.

Caminamos por la banqueta con un revoloteo de charlas a cuatro voces.

De pronto se hace el silencio.

Lo que ocurre a continuación pasa tan rápido que la percepción se fragmenta en imágenes separadas, como hoja de contacto en fotografía, pues el ojo es incapaz de captarlo como una secuencia integrada.

Un muchacho, a escasos diez metros de nosotros, pasa a toda velocidad en su bicicleta. Se va directo sobre una chica que está parada en la esquina, hablando distraída por su teléfono celular. Le pega un cachetadón en mejilla, nariz y pómulo que le hace soltar el aparato. El tipo lo recoge y se prepara a escapar en desenfrenada carrera, a golpe de pedal.

Casi instantáneamente, con la misma inercia del sprint, otros que han presenciado la escena reaccionan y toman acción. Un grandulón que camina en sentido contrario por la acera y que tiene un mentón autoritario que pudo haber sido imaginado por Fontanarrosa en Boogie el Aceitoso, le cierra el paso al ciclista ladrón.

Como si le hubiera dado un golpe de timón al volante de su bicicleta, el muchacho hace un giro de noventa grados y se dispone a cruzar la calle. Un automovilista que también ha visto todo mientras estaba parado en el semáforo, acelera y le avienta el coche sin piedad al ladrón. La defensa del auto impacta la bicicleta y el muchacho va a dar al piso. En el impulso de la caída suelta el teléfono celular que se resbala sobre el concreto como moneda en rayuela.

El muchacho, recién aterriza en el concreto se reincorpora de un salto, como pugilista que ha tocado mil veces la lona y que tiene el instinto de rebotar y volverse a poner en pie para seguir recibiendo su dosis de golpes, pues sabe que mantenerse en pie es la única posibilidad que tiene de ganar. O de no perder. En la inminencia de ser atrapado, el chico abandona la bicicleta y sale corriendo en un pique de negro jamaiquino por la calle perpendicular.

El conductor de otro coche se arranca detrás de él. Hunde a fondo el fierro del acelerador y el coche ruge. El muchacho dobla a la derecha en la primera cuadra que puede. Lo perdemos de vista. El coche que lo persigue desaparece también en el recodo de la esquina.

La atención regresa a la chica que fue asaltada. Para este momento ya hay diez hormigas gregarias rodeándola que han salido de los negocios cercanos para ver qué ha pasado. Le preguntan si está bien. Le ofrecen ungüentos y cremas para apagar el incendio que el golpe le ha dejado en el rostro. La consuelan. Una muchacha le devuelve el celular que recogió de la boca de una alcantarilla, hasta donde había rodado. La chica lo recibe con un puchero de niña de cuatro años a la que se le escapó un globo.

Mientras tanto veinte mirones polemizan argentinamente sobre lo que ha pasado. Un bigotón que luce una boina y que salió de un café dice con una vocecita de tonos agudos que la ciudad sha no es lo que era. Una vieja que pasea a su perrito asiente y afirma que sha no se puede caminar por este barrio como en otros tiempos. El carnicero que luce un gran delantal manchado de sangre concluye que la tranquilidad de otros tiempos se ha ido al canio.

Se dispersa la comitiva. La calle se va quedando vacía. Con los árboles mudos como testigos.

Nosotros, los cuatro mexianos, continuamos nuestro recorrido.
La escena del robo no es para nosotros nada fuera de lo común, acostumbrados desde hace años a una violencia que en la Ciudad de México con mucho excede la escena de gamines que acabamos de presenciar.

Lo que sí es nuevo y emociona, es la reacción de la gente. La respuesta de los porteños que a pie firme defienden su territorio. Su no indiferencia. Su solidaridad. Su arrojo para atajar al ladrón. Su protagonismo para decir, en los hechos, que no están dispuestos a que nadie les secuestre la calma.

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