viernes, 19 de junio de 2009

Preguntas sin respuesta

¿Soy la misma ahora que antes?

El primer fin de semana que pasamos en México a nuestro regreso lo compartimos con la familia. Una comida en el jardín en la casa de los papás de Arturo, con su familia y la mía. Los más cercanos.

El sobrino de Arturo, Paulo, un niño de cinco años, se acercó a platicarme y me llevó a donde estaba jugando. Entonces, me señaló una foto donde salimos Arturo y yo días antes de partir al viaje. La foto fue tomada en la boda de unos muy buenos amigos y nos vemos contentos, vestidos de boda, sonrientes.

“Mira”, me dijo Paulo: “aquí están Arturo y tú cuando eran otros”.

La frase me sonó al mismo tiempo extraña y cierta. Por supuesto que la forma en que estamos vestidos era otra y Arturo no tenía el bigote y barba que se dejó crecer durante el viaje. Pero, ¿se refería a eso o había algo más que estaba captando?

¿Somos otros ahora que volvimos del viaje? ¿Qué tan distintos éramos entonces y qué tan aparentes son los cambios?

Estoy segura que hemos cambiado pero por el momento me cuesta trabajo identificar en dónde precisamente están los cambios. ¿Cuál es la parte de uno mismo que cambia? ¿Cuál permanece?

¿Es uno el mismo en su propio país y en el extranjero?

Una amiga que hicimos en el viaje nos dijo que al estar en otro país es más fácil experimentar. A ella le gusta hacerlo. Se viste de otras maneras. Se peina distinto. Se atreve a ser otra por unos días mientras está en el anonimato del extranjero. Es más fácil experimentar allá, donde nadie te conoce, donde no tienes referentes contra quienes compararte. Y luego, al volver a tu país, puedes decidir quedarte con los cambios o volver a tu ser anterior.

En el extranjero uno no tiene pasado, no tiene huella. Solo tiene ese momento presente. Solo tiene ese encuentro. No existe la carga pesada que tenemos cuando estamos en nuestro país. Es cierto que uno se puede sentir más libre. Yo he sentido esa libertad. Esa ligereza de poder experimentar, modificarte, probar con otros estilos, hacer lo que uno nunca haría…

Pero, ¿qué sucede con todo eso al volver a tu país? ¿Dónde quedan registrados esos cambios? ¿Se pierden al pisar tu propia tierra? ¿Se mantienen?

¿Dónde quedó la ligereza?

En México todo comienza a cobrar otro significado. Me cuesta más trabajo sentirme libre y ligera. Comienzo a sentirme atada.

Y es que en el país de uno, uno está atento a captar las sutiles señales del lenguaje. No me refiero a las obvias sino a los subtextos. Al significado que subyace a cada cosa. En el extranjero me sentía totalmente libre para caminar por donde quisiera, vestida con la misma ropa de hace meses, sin importarme lo que otros pudieran opinar. Porque en el extranjero uno desconoce las señales sutiles, el otro lenguaje, el subtexto. Uno no está consciente de lo que significa decir “Caminé por San Telmo”, “Comimos en Palermo”, “Pasamos unas noches en Villa de Merlo”…

En cambio, en el país de uno, cada palabra se convierte en una carga energética. Cada palabra, cada gesto, cada entonación, cada mirada se deshace en miles de significados, deseables o indeseables, según el oyente. Así, por ejemplo, “vamos a comer a La Condesa”, “Me lo compré en Santa Fé”, “Vamos a vivir unos meses en Tepoztlán”… adquiere una carga de significado que va más allá de la obvia. Aunque uno no quiera, sus palabras se convierten en pesados discursos.

Los lugares dejan de ser simplemente lugares. Dejan de ser juzgados únicamente por su belleza o fealdad sino que entran en juego miles de cosas, cientos de subtextos que se comunican inevitablemente.

Estando en otro país uno tiene la ventaja –la libertad- de estar desprendido de todos esos otros significados. Una tienda es una tienda. Una calle, una calle. Un lugar, un lugar. Uno es ajeno a todo lo que ocurre a un lado, abajo, oculto a cada cosa dicha. Lo que hay es lo que se ve. Lo que se escucha. No hay significados ocultos porque uno desconoce la cultura. La palabra es sólo la palabra. Mientras que en el país de uno es imposible mantenerse ajeno a todos los subtextos implícitos en la comunicación. Esto convierte a cada elección en una carga pesada, atada de significados. ¡Y qué difícil resulta zafarse de esa carga!

Qué difícil resulta elegir sin sentirse atado. Qué difícil definirse a uno mismo por quien es y no por los significados que le atribuyen los que están a su alrededor.

¿Cómo mantener la ligereza del viaje en el país de uno? ¿Cómo mantenerse fiel a sí mismo cuando uno conoce los subtextos de cada decisión? ¿Cómo desprenderse de esas cargas?

¿Qué tantas cosas realmente necesito?

Me sentí abrumada al ver la cantidad de ropa que dejé en México. Cosas que no necesité durante el último año. Algunas cosas que difícilmente me acordaba que tenía.

Si no las usé durante los últimos doces meses, ¿por qué ahora tendría que necesitarlas? ¿Cuántas cosas cargamos en la vida que realmente no son necesarias?

Durante el viaje me acostumbré a cargar únicamente con lo indispensable. Dejar atrás las cosas extras que sólo nos pesarían más en los hombros. Sin embargo, es curioso que al llegar a México siento de pronto necesidad de cosas que durante el viaje no tuve y no llegué a extrañar.

En todo el viaje me sentí libre y desprendida, andando a pie, sin la necesidad de un coche. Acá me descubro pensando que necesitaremos un coche de nuevo. ¿Por qué? ¿De dónde surgen esas necesidades?

¿Son realmente nuestras o corresponden al mundo lleno de significados que dejamos atrás?

¿Realmente se puede vivir en el país de uno de la misma forma en que se vivió en el viaje?

Cuando tenga las respuestas a todo esto, se las diré.

O quizás no.

México mirada desde el márgen

Los primeros días en México son de una intensa ligereza, por más que suene contradictorio..

Paseamos por Polanco. Viajamos a Tepoztlán y a Tequisquiapan en donde están los prospectos de nuestras casitas de descompresión.

Visitamos lugares por los que hemos pasado mil veces antes.

Sin embargo yo los veo con renovado asombro. Lo huelo todo. Lo siento todo. Lo escucho todo.

Todo me asombra.

Se me ocurre que nos marchamos para poder regresar y verlo todo como si fuera la primera vez…




















La vida como el viaje

Suena casi a frase trillada decir que la vida es un viaje. Nosotros, por otro lado, descubrimos que el viaje es como la vida…

Desde que comenzamos a planear el viaje, un año y medio antes de partir, el proyecto comenzó a vivir dentro de nosotros. Comenzó a tener una vida propia. Un flujo propio. Un ritmo. Se iba gestando dentro de nosotros el proyecto de viaje.

Semanas antes de partir comencé a tener una serie de sueños en donde me veía embarazada. Me despertaba preocupada, pensando que quedar embarazada en ese momento sería lo peor que podría pasarnos. Pero platicando con mi terapeuta me ayudó a ver que el embarazo del sueño se refería al embarazo del proyecto. El sueño que Arturo y yo habíamos imaginado y comenzado a crear desde cero. Estábamos embarazados del viaje.

Comenzamos el viaje lleno de miedos, incertidumbres y en mi caso, terribles dolores de estómago que señalaba la ansiedad tan grande que me producía semejante aventura, o visto desde ahora, quizás se refería al trabajo de parto… El viaje había nacido.

Durante las primeras semanas de viaje comencé a tener otros sueños relacionados: soñé varias veces que tenía un bebé. Que acababa de dar a luz y cargaba con mucha delicadeza al bebé entre mis brazos... Nuestro proyecto había nacido y a pesar de las incertidumbres iniciales, mientras sostenía al bebé, sentía la total confianza de saber lo que estaba haciendo. Ya no había miedo. No había dudas. Me despertaba con un sabor dulzón; con la felicidad de haber sido capaz de crear algo desde la nada. Con la certeza de poder sostener a nuestro bebé.

El viaje, como el bebé, acababa de llegar al mundo y estaba totalmente indefenso, pequeño y frágil. Necesitado de todos los cuidados que pudiéramos darle. Así que eso hicimos. Dedicamos las primeras semanas de viaje a cuidarnos mutuamente. Alimentarnos, dormir, descansar y sobre todo, tenernos paciencia. Aún no sabíamos nada sobre el viaje. No podíamos exigirnos demasiado. ¿Quién sería capaz de exigirle algo a un bebé recién nacido? Si lo único que precisa en ese momento es cuidado y atención. Teníamos que proteger la fragilidad de nuestro proyecto.

Y progresivamente el bebé comenzó a crecer. En mis sueños se reflejaba con imágenes mías cargando un bebé cada día mayor. Un bebé que era cada vez más independiente.

El siguiente sueño relacionado lo tuve en Guatemala cuando llevábamos un mes de viaje. Soñé que Arturo y yo teníamos a nuestro cargo a una niña de siete años que acababa de ganar un concurso de pintura. Su premio era un set de crayolas y un viaje a España. Me desperté esa mañana con la certeza de que el viaje iba creciendo e iba en buen camino. El viaje tenía ahora siete años. Siete años es una edad importante. Generalmente significa la entrada a primaria donde comenzará la separación cada vez mayor de los papás; el niño comienza a adquirir nuevas habilidades y a poner en juego su capacidad creativa. Con sus propias herramientas la niña del sueño se había ganado un premio que la llevaría a viajar. Al igual que nosotros, nuestro talento y creatividad nos había dado el pasaje para viajar a otros países. Habíamos pasado a otro nivel. ¡Estábamos listos!

En Guatemala dimos los primeros espectáculos de cuentos y nos sentíamos como la niña de mi sueño: grandes y capaces. Seguiríamos creciendo a la par que un niño… Vivimos el resto de países en Centroamérica como si fuera el colegio: desde la primaria hasta el bachillerato.

Costa Rica fue el último país de Centroamérica que visitamos. Ahí, como si fuéramos alumnos del último año de preparatoria, nos pasábamos todo el día con nuestros amigos, los cuenteros del Colectivo Cuentiando. Platicando, paseando, tomando interminables cafés… Con la misma sensación de libertad que uno experimenta cuando está cursando el último año de bachillerato y siente que es capaz de comerse al mundo, que no hay reto demasiado grande, que su grupo de amigos durará para siempre, que los ideales están ahí para ser alcanzados y que nada, nada, será imposible.

Y con ese (exceso) de confianza llegamos a Colombia. La universidad. Y vaya que si la sufrimos…

Toda la seguridad que habíamos ganado en los últimos países, dado el éxito de nuestras funciones, se vino abajo cuando pisamos el primer escenario colombiano. Un teatro para cuatrocientas personas en donde nos sentíamos diminutos. Un escenario enorme que no sabíamos cómo llenar. Sentíamos que todo lo que habíamos aprendido antes no servía para estos espacios. Aquí se jugaba bajo otras reglas. Lo anterior habían sido ensayos, pequeñeces en comparación con lo que en Colombia se esperaba de nosotros. El miedo y las dudas comenzaron a crecer. Dejé de creer en nuestra función. Ninguno de mis cuentos me parecía lo suficientemente poderoso como para sostenerse ante el público colombiano, exigente y conocedor.

En Colombia nos presentamos en todo tipo de escenarios, llenos de gente, con grandes aparatos de sonido y junto a cuenteros que tenían el doble de experiencia que nosotros, capaces de generar en el público carcajadas con una simple mueca. Me sentía insignificante. Insegura de mis cuentos y de mi misma.

Aún así, nos presentamos en varias ciudades: Medellín, Pereira, Manizales y Bogotá. Nos presentamos en salas de teatro, en universidades, en plena calle, en plazas públicas, al aire libre, en espacios cerrados… Todos los retos que un cuentero puede imaginar los vivimos en Colombia, uno tras otro, dejándonos apenas tiempo para recapacitar en lo que habíamos vivido cuando ya teníamos que enfrentarnos a otro reto mayor.

Salimos de Colombia con la sensación de haber superado una difícil prueba. De alguna manera (con desvelos, cansancios, presiones y mal comidos) habíamos aprobado el examen profesional. ¡Pasamos! Y pasamos a otro país.

Llegamos a la ciudad de Lima un poco menos ingenuos y un poco más sabios. Con la humildad que da la experiencia nos paramos ante el primer escenario peruano sabiendo cuál era nuestro lugar en el mundo: ni más ni menos que los demás. Nuestro lugar real. Contábamos con nuestra experiencia y con muchas ganas de presentar buenos espectáculos, pero sabiendo que no siempre se puede ganar. En suma: habíamos salido de la universidad para ingresar al mundo laboral.

En Perú tomamos nuestros primeros pasos en el mundo adulto. Y no sólo con los cuentos sino respecto al arte de viajar. Ya para entonces sabíamos qué esperar de un viaje como el nuestro, cómo soportar caminos de varias horas e carretera, cómo lograr descansar en las noches de bus, cómo buscar el mejor hostal, cómo negociar un descuento, qué convenía cargar y qué era mejor dejar atrás.

Aún cuando dejé de tener los sueños relacionados con el viaje, seguí teniendo presente la metáfora del viaje como la vida. Una noche se la contamos a nuestros amigos, Chimi y Agnés. Nos escucharon con mucha atención pero al final preguntaron: siguiendo su metáfora ¿qué les espera al final del viaje entonces? ¿La vejez? ¿La muerte? Nos reímos. Pero en el fondo me preguntaba qué iría a pasar después. Cómo se seguiría desarrollando nuestro viaje.

Bolivia y Paraguay fueron dos estaciones que nos permitieron seguir creciendo, aprendiendo y madurando. Hasta entonces habíamos estado protegidos de cierta manera. Los retos y obstáculos que enfrentamos estuvieron siempre a la altura de lo que podíamos manejar en ese momento. Bolivia nos puso otra prueba: el robo.

De un instante al otro nos quedamos sin pasaportes, sin computadora, sin los diarios de viaje de Arturo y sin respaldo de todas las fotografías y videos que habíamos tomado durante los últimos meses. Despojados de lo más valioso que teníamos nos sentimos totalmente vulnerables. Nos dimos cuenta que de un momento a otro todo puede cambiar. La sensación de triunfo que hasta entonces habíamos tenido se volvió a venir abajo. Con el corazón oprimido y una sensación de fracaso nos dedicamos a realizar los trámites necesarios para salir del país y continuar con el viaje. Con la energía baja llegamos a la calidez de Paraguay. Ahí, sin saberlo, nos esperaban personas que en pocos días se convertirían en grandes amigos.

Con el paso de los días volvimos a recuperar la confianza perdida. Gracias al apoyo de nuestros amigos que nos impulsaban a seguir con nuestros proyectos así hubiéramos perdido varias cosas. A no darnos por vencidos. Y por el lado de los cuentos, por primera vez en el viaje, nos pidieron dar dos talleres de cuentos. Sentíamos que la propuesta no podía llegar en mejor momento. Ahora sí, después de ocho meses de viaje como cuenteros teníamos mucho que ofrecer a los demás. Y nos sentimos satisfechos de involucrarnos en el desarrollo artístico de otros cuenteros.

Paraguay fue el punto más alto de nuestra labor como cuenteros. Satisfechos con nuestro trabajo y con la tristeza de separarnos de nuestros amigos, seguimos hacia Montevideo. Cuando llegamos nos dimos cuenta de lo cansados que estábamos. Desde el robo no nos habíamos detenido. Desde Costa Rica llevábamos un ritmo fuerte de funciones de cuentos en todos los países.

Me imagino que así deberá sentirse un hombre que ha trabajado a lo largo de toda su vida y necesita un descanso. Decidimos que ese sería el lugar ideal para hacer un alto en el camino. Una pausa. Dejar a un lado los cuentos y dedicarnos a nosotros mismos por un mes entero. Fue una especie de retiro donde tomamos clases e hicimos amigos ajenos al mundo de la narración oral. Despejamos nuestra mente durante ese mes y eso nos permitió vivir los siguientes meses con una ligereza hasta entonces desconocida.

Con la confianza de que ya sabíamos cómo viajar nos aventuramos a la Patagonia. Íbamos con una sensación enorme de satisfacción por haber recorrido gran parte del continente con nuestro saco de cuentos al hombro. Satisfechos con nuestros logros nos dimos permiso de simplemente viajar. Realizamos pocas funciones en esos últimos dos meses pues sentíamos que nos habíamos merecido el derecho a descansar y disfrutar. Y lo hicimos.

Hace dos semanas, volvimos a México.

Estamos en Tepoztlán. Nos acompaña Olivia, nuestra perra, que también está en la última estación de su vida. Mientras ella duerme a nuestros pies, pasamos horas leyendo lo que hemos escrito, viendo fotografías y escribiendo nuestras memorias.

¿No es acaso esto lo que hace un hombre cuando se encuentra viviendo los últimos años de su vida?

Así como él, nosotros también decidimos retirarnos al campo para repasar nuestro último año. El viaje ha llegado a la vejez. A su último punto de existencia en donde ya no se trata de salir al mundo a explorar sino explorar dentro de uno mismo.

En nuestro caso, afortunadamente, el viaje muere pero la vida no. Esta aparente muerte le está dando el paso a una nueva etapa de nuestra vida. La muerte de algo es sólo la antesala del nacimiento de algo nuevo. Algo que apenas comienza a gestarse dentro de nuestras almas. Una nueva vida, diminuta e informe que cuando sea su momento saldrá a conocer la luz del día y comenzará a crecer, madurar, transformarse…

El camino de regreso

1. Montevideo, viernes 5 de junio, 5:50 a.m.




No hay fecha que no se cumpla… Llegó el día del regreso.

Cuando salimos de México hace poco más de un año ignorábamos cuál sería ese día. Confiábamos, eso sí, en que si estábamos abiertos a interpretar las señales y a escuchar nuestro corazón, no nos equivocaríamos y elegiríamos el momento justo para volver.

Lo que sí teníamos claro desde el principio es que no queríamos hacer el regreso por avión. Nos aterraba la idea de arribar abruptamente a la ciudad de México. Desandar de un solo golpe la entera geografía simbólica de nuestro recorrido.

Volar en avión tiene algo de inhumano. El cuerpo y el alma se escinden. Cuando el cuerpo arriba al sitio de destino, el espíritu aún continúa flotando en el sitio de partida.

Por eso hubiéramos preferido regresar por tierra, lentamente. Hubiéramos preferido que la transformación pausada y progresiva de la geografía nos ayudara a hacer el tránsito interior de regreso a casa.

2. Montevideo, viernes 5 de junio, 6:00 a.m.



Entramos al avión. Toques eléctricos nos recorren la espalda.

Al cerrarse la puerta del avión y conforme este se eleva se abre una enorme grieta en el mapa simbólico del viaje. Detrás de la puerta del avión está el recorrido entero que hicimos en el último año, con cada una de sus estaciones.

Delante de nosotros, cuando lleguemos a nuestro destino y se abra finalmente la puerta nos espera un mundo al que le será imposible comprender este cúmulo de experiencias que dejamos atrás. Pues para ellos todo permanece igual. Pues nada de lo que guardan los últimos 385 días de nuestras vidas es tangible para ellos.

En este momento nos rodea un silencio infinito. Una soledad inabarcable. Como si viajáramos en un avión vacío.

En este instante, en esta sensación, está la esencia de lo inefable del viaje.

Inevitablemente, poco a poco, el viaje será engullido y desintegrado. Llegará un momento en que no será posible distinguir el recuerdo del viaje del sueño o de la fantasía.

3. San José, viernes 5 de junio, 8:50 p.m.


Estamos agotados por el tránsito de regreso.

Han pasado trece horas desde que nos subimos al avión en Montevideo. Paramos en Lima y después en San José.

Este es el último tramo del viaje de regreso.

Suena la voz tipluda de la señorita de TACA para que abordemos el avión.

Entramos en el sitio que nos corresponde. Detrás de nosotros continúa aún la estela de soledad y de silencio. El tremendo peso de un avión vació.

Sin embargo algo ha cambiado. Al principio sólo hay signos sutiles. Susurros. Pero luego es imposible no darse cuenta de que el avión súbitamente se ha llenado. Está repleto hasta el tope. No es posible distinguir si los que ocupan los asientos y atiborran los pasillos son fantasmas o son personas de carne y hueso. Lo cierto es que no paran de hablar y de reir. Lo cierto es que varios de ellos no tienen reparo alguno en pedir a la azafata doble ración y dosis extra de champaña.

Sí. Ahí están todos. De vuelta con nosotros. Acompañándonos...

Está Naburu Hoyo, Luis Miguel, Montserrat, José Antonio y Fidel, con quienes nos encontramos en Donminicana.
Está Tato, Maritza, Domingo y Janet con quienes compartimos en Puerto Rico.
Está Alberto, Jorge, Minor, Roy, Arnoldo, Gustavo, Roberto y los otros amigos de Molinos Modernos; Eddie, Mike, Manuel, Liliana, Rodolfo, Larraitz, Olga, Paolo, Tomás, Sabine, Nan, Zenón, Max y Joao, con quienes nos encontramos en Guatemala.
Está Ovidio, Rigo, Glenn y Daniel, con quienes compartimos la experiencia en el MET de Belice.
Está Glen, a quien conocimos en Honduras.
Está María Candelas, Hugo, Madeleine y Armando Mejía, a quienes conocimos en Nicaragua.
Está Alejandro, Jessica, Ale, Analía, Fernando, Ricardo, Adrián, Gustavo, Pedro; Mauricio, Félix y los otros amigos de HayGroup; Margarita, Pamela, Germán y Juan Madrigal, con quienes nos encontramos en Costa Rica.
Está Cristina, Álvaro, Mamana, y los otros Uribe; Jota, Mauricio Patiño, El Parcero, Cociaca, Teresita y los otros amigos de Vivapalabra; Susana, Zaira, Diana, Tutucán, Cora, Raúl, Liceth, Alexander, Esneider, La Mona, Sebastián, Natalia, Hanah, Pakiko, Karla, Mauricio Grande, Bienvenida, El Diablo, El Gato, Juan Mateo, Ramsés, Fernando, Mateo, Ilán, Carolina, Sandra y los otros amigos con los que nos encontramos en el Hablapalabra; Sandra y Carlos E., Homero y los otros amigos del Jardín Fibas; Gonzálo, Irene, Chimi y Agnés, con quienes nos encontramos en Colombia.
Está Wayki, su mamá, su hermana y sus amigos de la Tropa Cósmica; Ángela, Chato Miguel, Cucha, Briscila, Lorena, Elisabeth, Sara, Javier, Cheli, Juan Carlos, Ángel, Fernando y los otros amigos del Festival Déjame que te Cuente, a quienes encontramos en Perú.
Está Guido, Zosha, Martín, Paola, Roberto, Conejo, Celia y las amigas de Maya XXVII; Grober, Cármen, y los otros amigos de la compañía El Waki a quienes conocimos en Bolivia.
Está Laura, Ayrim, Rubén, Miguel, Erenia, Sara, Cármen, Miguel, Rebeca, Marcos, Zunú, Andrea, Iker, Myriam, Brígido, Teresita, Miguel y Alda, con quienes nos encontramos en Paraguay.
Está Gerardo, Iris, Ema, Yvonne, Sonia, y las otras mujeres del Paullier, con quienes nos encontramos en Uruguay.
Está Mariana, Joaquín, José Luis, Marcela, Gerardo, Ana, Sara, Rodrigo, Andrés, Paty, Lorenzo, Martha, Edel, Tom, Nicole, Dave, Sherry, Iván y Roland, con quienes nos encontramos en Chile.
Está Colo, Ale, Leo, Sandra, Jorge, Ronin, Ana y Laura; Inés y las entusiastas sexagenarias de nuestra última función de cuentos con quienes compartimos nuestro tiempo en Argentina.

4. Espacio aéreo mexicano, viernes 5 de junio, 10:30 p.m.



El día que salimos de México no sabíamos si volveríamos. Íbamos con el horizonte abierto, convencidos de que si alguna ciudad de Latinoamérica nos cautivara para vivir en ella, no dudaríamos en establecernos ahí.

Costa Rica nos pareció un país interesante. Bogotá con su arquitectura de ladrillos rojos y sus montañas verdes todo a lo largo de la ciudad tiene algo que enamora. Montevideo, su calma y su bohemia nos atrapó.

Sin embargo, conforme más nos alejábamos, con más fuerza se nos reaparecía México. En nuestro corazón escuchamos el llamado de nuestra tierra, sus paisajes, su carácter, su comida. En nuestro corazón encontramos el signo de nuestra familia y de nuestros viejos amigos.

Supimos entonces que a esta tierra es donde queríamos regresar para continuar nuestro viaje.

5. Ciudad de México, sábado 6 de junio, 10:30 a.m.



Despertamos.

Descorremos las cortinas del cuarto del hotel en el que pasamos la primera noche a la vuelta, ya que nuestros padres se confabularon para darnos una bienvenida de reyes.

Estamos en el corazón de la ciudad. Todo es verde. Todo está tranquilo. Todo es hermoso. Todo está en silencio. La bandera de México ondea apaciblemente.

Desde esta altura es difícil pensar que México está en guerra contra el narcotráfico; que la contaminación continúa avanzando; que hay crisis y desempleo; que la clase política es de dar lástima; que la corrupción sigue siendo el lenguaje que todos hablan y entienden aquí; que continúa habiendo hay una disparidad socioeconómica bestial; que sigue existiendo un racismo lacerante…

Sí. Todo eso parece demasiado lejos de nosotros aún.

Estamos más bien tranquilos, contentos.

Nos inunda un sereno ánimo de satisfacción.

¡Lo logramos!

Por un segundo es imposible no asociar la estampa del momento que estamos viviendo al ánimo de celebración de una larga luna de miel que concluye.

Sin embargo no hay nada más lejano a este momento que una luna de miel. Pues las lunas de miel son apenas una promesa. Lo que las parejas festejan en ese momento es el augurio de un futuro promisorio.

Nosotros, en cambio, después de algunos años de estar juntos y de haber recorrido Latinoamérica durante un año como contadores de cuentos y recopiladores de historias --trasladando la magia de un lagar a otros, tendiendo puentes entre corazones y propiciando el viaje interior—, celebramos una realidad.

En nuestro viaje hemos conquistado una memoria común indeleble, y hemos consolidado un proyecto de vida conjunto, vivido sobre la traza de la solidaridad, la confianza, la generosidad, la creatividad y la aventura.

jueves, 4 de junio de 2009

¡Hasta la vista! ¡Hasta siempre!

Última tarde de viaje

(...) El hoy fugaz es tenue y es eterno;
Otro Cielo no esperes, ni otro Infierno.
Borges, El instante


Es la última tarde de viaje.

Recién fuimos a caminar por la Rambla de Montevideo. A despedirnos del atardecer que caía plácidamente sobre el Océano Atlántico mientras el aire frío nos golpeaba la cara.

Regresamos al hotelito a empacar.

Ahora Jennifer está durmiendo una siesta para aguantar el trote de esta noche, pues nuestros amigos uruguayos han organizado una cena para despedirnos.

Mientras tanto, yo me he escapado a un cafecito sobre Sarandí, justo a unos pasos de Plaza Independencia, para estar solo un rato.

Y aquí estoy.

Este es mi pequeño ritual de despedida. Cumpliendo mi sueño. Escribiendo.

Simplemente tengo un nudo color sepia en la garganta...

Ganas de llorar. Y de reir. Y de dar gracias. Y de abrazar a Jennifer. Y de llorar otra vez.

Todo me viene otra vez a la mente.

Tantos rostros, tantos paisajes, tantas sorpresas, tantos encuentros, tantos amigos, tanta vida...

Todo el recorrido en un golpe de emoción.

Todo el recorrido en un instante.

Hay momentos que exigen hacer silencio...

El lado oscuro del corazón


“Sólo hay poesía de lo irrepetible,
aunque sea tan aparentemente reiterado
como un crepúsculo o una declaración de amor.”
Fernando Savater


De entre todos los trayectos que hicimos en el viaje el que para mí estaba revestido de un aura particular era el del Ferry entre Buenos Aires y Montevideo.

Ese mismo que ahora resultó ser el último de nuestro recorrido.

Y no por otra cosa sino porque aquel trayecto es uno de los lienzos de fondo sobre los que Eliseo Subiela hace un derroche de nostalgia en su Lado Oscuro del Corazón, la película argentina que me cautivó desde que la vi, hace cerca de quince años.

Y es que por aquel tiempo (todavía en la época de la universidad), la película se convirtió para mí en una especie de himno, y su protagonista, Oliverio, en un ícono: el artista marginal, poeta urbano, apasionado y testarudo, siempre a contrapelo del mundo y sus demandas de pragmatismo; siempre el lucha contra la inercia que quiere asimilarlo a “la realidad”.

“Trato de que seas sensato. Que dejes de ser un niño” –le dice a Oliverio la muerte, su permanente compañera. “Algún día olvidarás esas palabras y entonces serás mío”, amenaza.

Más tarde lo ridiculiza, devalúa sus temas, sus obsesiones: “El amor es una trampa que se tiende al hombre para perpetuar la especie. Es un mecanismo. Es sólo eso.”

Y Oliverio contesta enfático, furioso: ““El amor nunca puede pasar por tus manos. La justicia nunca puede pasar por tus manos. Aunque se mate en nombre de la ley, y aunque se muera en nombre del amor”.

Ahí, en ese romanticismo casi militante, es que está la clave de mi identificación con ese personaje. A través de su voz comprendí que la poesía podía tener una cadencia distinta al acartonamiento soporífero con el que nos enseñaron a recitar en la escuela aquellos poemas para el diez de mayo.

A su pasión furiosa, como digo, y desde luego también, al hecho de que, como Oliverio, después de mi primer gran (des) amor, iba yo de chica en chica, de novia en novia, buscando obsesivamente a la que fuera capaz de volar.

“Me importa un pito que las mujeres tengan
los senos como magnolias o como peras de higo.
Un cutis de durazno o de papel de lija.
Le doy una importancia igual a cero
a que amanezcan con aliento afrodisiaco o aliento insecticida.
Soy perfectamente capaz de soportar una nariz
que sacaría el primer premio en una exposición de zanahorias.
Pero eso sí, lo que no les permito, bajo ningún concepto,
y en esto soy irreductible, es que no sepan volar.
Si no sabes volar, pierdes el tiempo conmigo.”
--Oliverio Girondo--

Esa. La que vuela.

Me faltaba todavía un buen trecho para caer en cuenta que encontrar a la que vuela era una proyección de mi propia incapacidad para volar. Aún me faltaba recorrer bastante camino como para comprender que para encontrar alguien así es preciso aprender a volar uno mismo, para empezar.

A propósito de la búsqueda amorosa de aquellos años hay una anécdota curiosa, casi una ironía anticipatoria del destino:

Ocurrió que fui elegido para representar a los estudiantes en el congreso anual de psicología de la universidad, al lado de otros ponentes más experimentados. Presenté una conferencia titulada Divergencias psicoanalíticas de El lado Oscuro del Corazón, en la que comenté el filme de Subiela.

Aquella noche la enorme Aula Santa Teresa de la Universidad estuvo prácticamente vacía. Treinta asistentes a lo sumo, de los cuales, más de la mitad eran mis familiares y amigos.

Lo anecdótico para el caso es que en la primera fila estaba sentada una estudiante de tercer semestre de la carrera quien –llevada por el entusiasmo de presenciar la conferencia de su amigo, el ponente— se hizo acompañar por sus papás.

Aquella estudiante era Jennifer…

¿Quién habría podido calcular en aquel lejano 1997 que aquel psicólogo de disparates divergentes –que identificaba la incapacidad de intimidad del protagonista de la trama de El lado Oscuro del Corazón como parálisis histérica en las alas—se convertiría a la vuelta de los años en la pareja de aquella estudiante?

¿Quién hubiera imaginado entonces que Jennifer se convertiría en mi chica voladora?

¿Quién hubiera sospechado que junto a ella recorrería Latinoamérica en un proyecto bohemio de cuenta cuentos, escritores, fotógrafos-poetas?

¿Quién hubiera podido suponer entonces que yo haría el mismo tránsito que Oliverio por el Río de la Plata, sin ningún residuo en mi corazón de aquella nostalgia romántica que me ligaba entonces a él y de la que estaba yo ahíto?

Yo menos que nadie, seguro.

Lo que sí tendría que haber generado sospechas era el incurable amor por Latinoamérica que me acicateó El Lado Oscuro del Corazón: “Este manicomio. El país de Cortazar, Borges. Es una obsesión. Imaginarse esto no es fácil. Es un caos que no sabes dónde va a llevar. Todo el tiempo es la promesa de cielo e infierno, simultáneamente. Aquí todavía puedo soñar varias vidas posibles. Tiene mucho futuro. Sólo le falta saber cómo sobrevivir al presente”.

Y aún ahora mientras hago este ejercicio de memoria no puedo dejar de sorprenderme frente a las semejanzas que existen entre aquel universitario que fui, y este viajero –a punto de concluir su viaje por Latinoamérica—que soy ahora: ambos sentimos una emoción particular por las historias y las palabras; pues a ambos a veces nos ganan las ganas de que la poesía se superponga a la prosa; porque a ambos en ocasiones los sueños nos transgreden las fronteras de la vigilia; porque ambos anhelamos vivir en un mundo en que fuera posible intercambiar un poema por un bife de chorizo.

Supongo que habrá otros con mejor memoria que yo a quienes la semblanza entre ambos personajes no sea sorprendente. Habría que preguntarle por ejemplo a Manolo Ávila y a Carlos Quintana, amigos entrañables y confidentes empedernidos de aquellas épocas.

Más aún, fueron ellos coprotagonistas de aquella afición por El Lado Oscuro del Corazón, a tal grado que nos construimos alter egos en perfecta simetría con los tres personajes protagonistas de la película. Montados en esa ficción gastamos un porcentaje respetable de nuestros magros sueldos de aquella época en bifes que nos servía el dueño gordo de “El Zorzal” que por entonces estaba en la calle de Michoacán, en la Colonia Condessa.

Y en el clímax de aquella trama amistosa hicimos un par de viajes por Oaxaca, Puerto Escondido y Mazunte, que podrían ser calificados con justicia como antecedentes prehistóricos de los Viajes del Corazón.
Frente a la costa pacífica personificamos sin rubor a nuestros personajes argentinos alternos, haciendo patente para todos nuestro marcado acento porteño. Allá pasamos varios días comiendo pescadillas, bebiendo cervezas, escuchando música, contándonos nuestros sueños frustrados de conquista amorosa, jugando volley-ball playero con los lugareños, tratando de conquistar italianas en bikini y escribiendo unas crónicas de viaje más cómicas que poéticas, al declinar el día.

Viajes memorables de esos que sólo podría comprender quien, junto a sus amigos del alma ha sentido el discurrir despreocupado del tiempo, frente al mar.

Hoy, mientras la luna esparce su mirada plateada sobre otro mar, a miles de kilómetros de distancia y varios años de por medio, los evoco.

Por lo visto la frontera final de los Viajes del Corazón tienen esta facultad de convocar a mi pecho todo este cúmulo de recuerdos y sentimientos.

Y ya sobre la traza de la memoria, no es raro que me invada un derroche de nostalgia colándoseme por el lado oscuro del corazón.
¿Y qué mas da, si la vida la vive mejor quien tiene de su lado a la poesía?

“Llorar a lágrima viva, llorar a chorros, llorar la digestión, llorar el sueño, llorar ante las puertas y los puertos; de amabilidad y de amarillo.
Abrir las canillas, las compuertas del llanto. Empaparnos el alma y la camiseta. Inundar las veredas y paseos y salvarnos a nado de nuestro llanto.
Festejar los cumpleaños familiares llorando, atravesar el África llorando.
Llorar como un Cacuy o como un cocodrilo, si es verdad que los cacuyes y los cocodrilos no dejan nunca de llorar.
Llorarlo todo pero bien: llorarlo con la nariz, con las rodillas.
Llorarlo por el ombligo, por la boca.
Llorar de amor, de hastío, de amargura;
Llorar de frac, de flato, de flacura.
Llorar improvisando. De memoria.
Llorar todo el insomnio, todo el día.”
--Oliverio Girondo--

Atarse al Timón


Llegamos a Villa de Merlo por pura coincidencia. Estábamos en la ciudad de Mendoza y queríamos partir el largo trayecto a Buenos Aires pasando un par de días en algún pueblito. Necesitábamos unos días de tranquilidad y descanso. El ansia del regreso empezaba a aparecer en nuestras mentes en forma de insomnio y pesadillas. Las miles de preguntas que teníamos que responder revoloteaban nerviosas en nuestra cabeza. Así que una pausa de calma antes de llegar al ritmo acelerado de la capital era lo que necesitábamos. Investigando, me llamó la atención el nombre Merlo. Simplemente por su sonido me lo imaginé como un sitio armónico.

A medio camino entre Mendoza y Villa de Merlo tuvimos que esperar algunas horas en la terminal de buses de San Luis. Ahí decidimos llamar al sitio donde pensábamos alojarnos –sólo para confirmar que el lugar visto en internet realmente existía y estaba disponible. Resultó que no. Lo que pensábamos era un hotel, realmente consistía de una cabaña que ya estaba ocupada. Sin embargo, el dueño del lugar nos recomendó dos sitios más. También cabañas individuales. Una de ellas se llamaba Las Mariposas. Y otra vez, por el simple nombre, lo elegimos.



Arturo llamó al sitio y regresó con una cara no muy alentadora: “Me contestó un señor al que no le entendí muy bien. Me dio la impresión de que estaba enojado, como molesto de que llegaran clientes”.

Esto me lo dijo ya subidos en el bus rumbo a Merlo. Así que decidimos aún así llegar a Las Mariposas por lo menos por la primera noche y de ahí ver.
Pero cuando llegamos a la cabaña nos recibió un hombre de nuestra edad, sonriente y amable que inmediatamente nos saludó de beso y nos trató como si nos hubiera estado esperando todo el día. Nos mostró la cabaña de troncos de madera y piedra, como salida de un cuento, acogedora, calientita y con todo tipo de pequeños detalles que hacían notar que los dueños no solo le habían metido empeño sino corazón.



Esa noche dormimos con una profundidad que hace mucho no habíamos experimentado. Jorge, al día siguiente, nos explicó que eso se debía al micro clima especial que existe en Villa de Merlo (una condición que sólo se repite en dos otras partes del mundo, una en California y otra en Islas Canarias). En estos sitios, por alguna explicación científica que no logré entender muy bien, el aire tiene más oxígeno de lo normal y eso ayuda a relajar el cuerpo, descansar y recuperar horas de sueño. No sé si se deba a eso o al cansancio acumulado después de doce meses de viaje pero dormimos como bebés.

En cuanto entramos en confianza Jorge no se cansó de disculparse por su aparente mal humor en el teléfono. Resulta que cuando llamamos él y Sandra, su esposa, habían estado moviendo muebles y a ella el esfuerzo le había provocado unas punzadas en el corazón. Punzadas que resultaron nada graves pero que al momento los asustaron a los dos. Así que con esa preocupación, Jorge contestó el teléfono y dijo cualquier cosa, pensando más bien en la salud de su mujer. Al colgar, ni él ni nosotros había entendido nada. Jorge nos confesó entonces que nunca creyó que llegaríamos esa noche, después de cómo nos había contestado. Sin embargo, el destino es terco.

Desde ese primer día –nublado, gris y frío- nos dimos cuenta por qué teníamos que haber llegado ahí.

Jorge y Sandra, tan conversadores como nosotros preguntones, nos contaron cómo habían llegado a parar ahí. Ambos eran de Buenos Aires y hace dos años habían decidido hacer un cambio total en su vida: alejarse de la ciudad, dejar sus trabajos de oficina, mudarse al campo y emprender un negocio dedicado al turismo, para darse una vida junto a la naturaleza.



Habían recorrido un largo camino de planeación, ahorros, ventas y riesgos. Con la venta de su casa en la capital compraron el terreno que se convertiría en Las Mariposas y junto con un arquitecto comenzaron a idear el espacio para convertirlo en lo que ahora veíamos: una cabaña para rentar a dos personas y un bar de tapas-casa de té contiguo a su propia casa. Ronin, su perro, los acompañó en la aventura.



Y como en un espejo, comenzamos a contarnos las dificultades y obstáculos que existen cuando uno se decide a emprender su sueño. Sobre todo, de las reacciones que tiene la gente cercana cuando escucha lo que quieres hacer. Reacciones provocadas por el miedo, el desconocimiento, la ansiedad y muchas veces, por el mismo cariño que te tienen y que no desean verte ir…

Ninguno de los dos era chef ni había manejado antes un negocio de ese estilo. Lo único que tenían era la firme certeza de querer construirse una vida distinta a la que tenían en la ciudad. Una vida llevada a un ritmo más pausado. Una vida dedicada a ver crecer un negocio propio. Una vida hecha a su medida y no una en donde ellos tuvieran que acoplarse a las medidas exigidas por otros.


Nos contaron de lo difícil que fue arrancar. Los primeros días, vacíos y sin clientes, cuando Jorge sentía que caminaba por las paredes de la ansiedad que lo corroía por dentro. Las dudas y los cuestionamientos. La inseguridad de sentir que quizás habían errado en su decisión. El miedo del primer año donde a lo más que se puede aspirar es a quedar tablas con la inversión. Pero, sobre todo, la dificulta de seguir adelante, creyendo en tu proyecto, aunque todos alrededor se dediquen a opinar, criticar y aconsejar…

“Hay opinólogos en todas partes” dice Sandra: “Esos que jamás han hecho algo parecido en su vida pero que se sienten con toda la autoridad del mundo para decirte a ti como llevar a cabo tu sueño”.

“Y a ellos”, enfatiza Sandra: “simplemente hay que ignorarlos”.

Claro que una cosa es decirlo y otra, muy distinta, hacerlo. Teniendo encima las deudas, un negocio que todavía no arranca, las dudas de haber hecho lo correcto, el miedo por emprender algo desconocido… Es muy tentador atender a los consejos de los demás y desviar el camino. Otorgarle a otro el poder de decisión. Lo difícil es defender lo tuyo cuando eso aún es invisible ante los ojos de los demás.

Jorge, cándidamente, confiesa el miedo que sentía. La necesidad que tenía, como ex consultor de sistemas, de que todo, cada detalle cuadrara a la perfección. De que cada cosa tuviera una razón de ser. De que cada movimiento estuviera premeditado y calculado los riesgos y beneficios. Sin embargo, fuera del mundo cibernético, el mundo rara vez funciona así. Tiene formas más bien caprichosas de moverse. Y así, finalmente, lo pudo entender también él.

“Hay que amarrarse al timón” explica Jorge: “en esos momentos, te amarras fuerte al timón y sigues navegado recto hacia tu propio destino”.

Si atiendes a los consejos de los opinólogos, terminarás dando vueltas, tratando de satisfacerlos a todos, cambiando a cada instante el giro de tu negocio, modificando, quitando, agregando y al final, perdiendo el sentido de tu propio sueño.

Esa noche nos vamos a dormir Arturo y yo con miles de sueños en la cabeza. Proyectos que aún no tienen forma pero que comienzan a dibujarse en los escondrijos de nuestra mente. Sueños que por el momento son tan frágiles como las alas de las mariposas. Sueños que algún día llegaremos a cumplir. Y cuando lo hagamos pensaremos en nuestros amigos de Villa de Merlo que por un sueño que parecía locura lograron amarrarse al timón y atender hacia su propio corazón para seguir el trayecto trazado por su mente.


miércoles, 3 de junio de 2009

Benedetti a cara o cruz


Le pedí a Rafa González que escribiera algo sobre Benedetti, pues en verdad no conozco a nadie que hubiera leído con tanta pasión. Que lo hubiera leído como se debe leer, con los ojos, con la piel, con los riñones, con las plantas de los pies.

Le pedí también porque, siguiendo la costumbre aquella que inauguró narrativamente Mario Benedetti, si algún día yo tuviera que vivir a salto de mata perseguido por la dictadura, seguramente él sería uno de los que me daría la llave de su casa para contar con que puedo pasar la noche a salvo; o lo que para el caso es lo mismo, yo no dudaría en darle a él una llave de mi casa.

Le pedí finalmente, porque a dos días de regresar a México, el filo nostalgioso que entre otras cosas me recorre las tripas, exige silencios. Y a él puedo pedirle prestada la voz.

Benedetti a cara o cruz
Rafael González Montes de Oca

"A Benedetti le sucedió un drama del que no se ha hablado mucho en estos días: se convirtió en un objeto de consumo.

Lo tenía todo: la obra, claro, pero también la imagen, la marca. Era un hombre mayor pero alegre, no anciano, con mejillas pequeñas pero infladas, con un par de líneas cruzando su frente. Su mirada amable, comprensiva, pacífica, miraba a las cámaras y a las personas como si las conociera de toda la vida. Esa mirada estaba enmarcada por unas cejas que, a veces alerta, a veces divertidas, a veces pensantes, siempre parecían un poco sorprendidas. Sus párpados caían sobre sus ojos lo suficiente para parecer los de alguien que ha vivido mucho pero se ha divertido mucho, o que ha tenido que soportar mucho, pero ha dejado todo el sufrimiento atrás. Ese conjunto de ojos-cejas-párpados-brillo en la pupila-bolsas de los ojos, parecía decir “lo sé” o “yo te conozco” o “¿qué crees?” o “mirá vos” o todas las anteriores al mismo tiempo.

Tenía una nariz que al pasar de los años se fue haciendo redonda y caricaturesca, de abuelo simpatiquísimo, sin barba pero eso sí: con qué bigote, qué bigote abundante que se fue haciendo blanco, blanco, y que se partía a la mitad por en medio, que ocultaba a veces toda su boca y era el marco superior perfecto para una sonrisa eterna. Sospecho que Benedetti sonreía sin querer, lo que explicaría que no haya una imagen de él en que las comisuras no formen o al menos insinúen una gran sonrisa cómplice, de quien sabe algo genial que los demás ignoran.

Se vestía siempre de camisa y casi siempre de saco, pareciendo un Martín Santomé de verdad. Cuando escribió La Tregua tenía 40 años, y siempre me ha parecido que llevaba tan dentro a Santomé, que creció para convertirse en la viva imagen de su personaje.

El conjunto era, pues, genial. El Benedetti de los últimos años podía haber sido dibujado por Quino. Los ingredientes perfectos para tener un artículo para el consumidor de hoy.

Por si su imagen fuera poco, tenía giros literarios que se prestaban para la admiración dulzona:

“No te salves”, escribió, sin sospechar que la frase sería utilizada como grito de guerra de quien fuera, incluyendo a los alumnos de una de las universidades privadas más caras del país, que grafiteaban eso en paredes de tabla roca dispuestas para la ocasión cuando peleaban quién sabe qué frivolidad con la junta directiva de la institución.

“Somos mucho más que dos”, escribió, sin prever las tantas ocasiones en que alguna colegiala ignoraría la fuerza del texto completo para exclamar “¡Ay, qué lindo! ¡Más que dos!”

“Mi estrategia es que un día cualquiera, no sé cómo ni sé con qué pretexto, por fin me necesites”, escribió. ¿Cómo se iba a imaginar que esas líneas serían el status con que alguien se describiría en Facebook hace unos días, cuando al viejo le llegó la muerte?

Benedetti se convirtió en un objeto de fácil consumo, como lo pude tristemente comprobar aquella noche de 1997 en que él se sentó en un sillón colocado en el escenario del Palacio de Bellas Artes. Leía textos selectos de su obra y los fans, apiñonados en cada butaca, en cada pasillo y cada escalón del recinto, aplaudían lo que dijera, a rabiar. No importaba lo que leyera, bastaba que hiciera 3 segundos de silencio para que la gente –después de unos momentos de desconcierto– comprendiera que había terminado esa lectura y aplaudiera, gritara, rugiera, a más no poder. Decía Benedetti el nombre de un libro cualquiera del que leería algo y la audiencia estallaba en ataques de emoción y entusiasmo. Llegó un momento en que se puso a leer frases, algunas de ellas aisladas y sin mucho sentido. Poco importaba. Podía decir lo que fuera, podía decir “pasan misiles ahítos de barbarie globalizados”; euforia total. O decir: “se me ocurre que vas a llegar distinta, no exactamente más linda, ni más fuerte, ni más dócil, ni más cauta, tan sólo que vas a llegar distinta”, y el segundo piso del recinto se caía en gritos, silbidos y aplausos. Le ponían una aureola y hacían de sus frases una cándida moraleja, tal vez sin saber siquiera que él habría advertido desde siempre contra esto. Eso no es amor, diría.

Ese Benedetti aclamado como un ídolo pop era indeseable e insoportable porque era una agresión contra él mismo. Mario Benedetti, si es lindo, no es. Flaco favor le hizo Nacha Guevara al llevar al canto su “Te Quiero” inmortal: “Tequieroenmipaaaaaaaaraaaaíííííííísssooooooooooooo”, tipludamente, melódicamente, encantadoramente… qué traición terrible. A ese Benedetti-cosita linda había que decirle adiós.

Algunos tontuelos lo despiden ahora, tardíamente, y hacen escritos intragables metiendo forzadamente los nombres de sus libros o de sus poemas dentro de cada párrafo:

Es hora Don Mario que “Hagamos un Trato”. -Un trato que nos indique “La Tregua” que Usted propone. Podría tirarle “Piedritas en la Ventana”, aprender y poner en práctica su “Táctica y Estrategia”…

Por favor. No hay respeto para los muertos.

Un Benedetti dulzón y uno doloroso, uno armónico y otro desconcertante. Cara y cruz del mismo gran tipo ¿Cuál era su verdadera cara? ¿Cuál de estas dos caras era su verdadera cruz?

El día del empalago de aplausos en Bellas Artes llegué a mi casa a sacar todos mis libros de Benedetti porque sentía que necesitaba encontrarme con él, con sus giros inesperados, con su originalidad, pero sobre todo con su bronca. Lo de Benedetti es la bronca. Tiene sus aforismos graciosos y sus cuentos ortodoxos, sí, y buenos. Pero el Benedetti que llega a la médula, que se mete al torrente sanguíneo, que se queda para siempre con uno, no es lindo: es doloroso, es pasmoso, es sorprendente.

La estrategia está mona, pero sólo se percibe su fuerza cuando se la lee como complemento sencillo y tremendo frente a la elaborada y detallada táctica.

“Somos mucho más que dos” es sólo una frase linda, comparada con la descripción que el autor hace de los ojos de ella, conjuro contra la mala jornada; de su mirada, que mira y siembra futuro; de sus manos, que trabajan por la justicia; de sus caricias, que son sus acordes cotidianos; de su rostro sincero, de su paso vagabundo y de su amor por el mundo. Te quiero porque sos pueblo, le dice. Amor a su tierra y amor a su pueblo y amor a la justicia encarnados en el amor a una mujer. Carajo.

Ese es en realidad el que ahora se fue. Se fue Benedetti, el que decidió que Avellaneda y Santomé no vivieran felices para siempre, sino que hizo a éste un inesperado viudo de amante. El que escondió en otro libro una inusitada carta que ella le escribe a él desde su lecho de muerte. El que se fue ahora es el Benedetti que hace que uno se sienta el oficinista aburrido que encarna en sus historias, esperando que den las 5 de la tarde para escapar del tedioso infierno de su escritorio; que logra que uno se sienta el expulsado de su tierra, o el exiliado que es notificado de que con la distancia y el tiempo su mujer ha estado sola y por lo tanto ha dejado de serlo. El que logra que uno se sienta que está del otro lado de los barrotes, viendo a su hijo llorar por ver a su padre preso y torturado y le dice “llorá nomás botija, son macanas que los hombres no lloran”. Carajo.

El que logra que uno se sienta por un momento el abuelo que es desprendido de su nieto, que era su único hilo conductor con la vida, cuando tenía preparados 10 ó 12 cuentos para narrarle en secreto. El que logra que uno comprenda la profunda sinceridad del hombre que se emborrachó e hizo comentarios desastrosamente honestos y por lo tanto fue abandonado por su mujer, y que bebe una vez más tan solo para que, cuando le llame para decirle que la ama, ella sepa que le está diciendo la verdad.

El que escribió esa frase lapidaria que ha surgido y seguramente seguirá surgiendo de algún lugar del recuerdo en distintas disyuntivas de mi vida: uno no siempre hace lo que quiere, pero tiene el derecho de no hacer lo que no quiere. Carajo.

Chau, viejo, chau.

Chau número final.

El día que murió Benedetti


Benedetti murió tres semanas antes de que termináramos el viaje. De una forma elocuente y sincrónica, supongo, pues todo ahora sabe a despedida.

Nosotros nos encontramos con la noticia el día que llegamos a Buenos Aires, a las cinco de la mañana, rodeados de una neblina tremenda.

Compramos el periódico en la estación de buses y lo leímos tomando café en la estación.

Esa misma mañana recibí un correo de Yvonne Pahlen, nuestra amiga uruguaya del Paullier.

"La ciudad está inundada de Mario...... hoy en la Marcha por los desaparcados su voz se hizo escuchar a través de los parlantes con su poema sobre los que ya no están y no sabemos donde están!

Me acordé de tu emoción en Táctica y Estrategia...

Galeano anduvo mostrando su dolor callando más que nunca.


Montevideo está de luto."

Le pedí que me contara más. Me escribió otro texto al día siguiente. Y me escribió:

Mario Benedetti ("benditos" en italiano) benditos y benditas sean las personas honradas como él.

La ciudad, domingo entero atardeció con su muerte. estaba internado y lo habían mandado a su casa porque estaba mejor, murió durmiendo.

Su mujer Luz murió en el 2006, tenía Alzheimer.

No tuvieron hijos.

El lunes solo escuchábamos su voz en todas las televisiones y radios, y cuando no era su voz eran sus palabras cantadas o dichas por otras gentes, artistas, cantantes, escritores, juglares. Mario sabía decir, siempre disfruté de su tono, no muy dramático, sincero, acogedor, de abuelo de tanto en tanto, de cuando en cuando.

Todo ese día las palabras tocaron nuestros cuerpos, sus poesías acariciaban y sorprendían nuestros cuerpos, que parando de hacer lo que estábamos haciendo en el cotidiano, nos dejábamos mecer, entristecer, alegrar, concientizar.

Dijo Mario que para él, la única religión, era la conciencia.

Todo ese lunes los uruguayos pudimos ir a despedirnos del poeta al Palacio Legislativo, más exactamente a "El salón de los Pasos Perdidos". Nunca estuvo más lleno de pasos ese enorme espacio construido a principios de siglo pasado.

El amor en él era grande, amor por su pueblo, por sus allegados, su familia, su esposa, su amor por el compromiso permanente por una vida digna y más justa para aquellos que les tocó y les toca vivir en la miseria...

Recién ahora que me pedís que te cuente hago carne esas sensaciones auditivas permanente del lunes y del martes, ese bombardeo amable refrescante purificador de su voz y sus letras.

Ayer 20 de mayo, fue la Marcha del Silencio por justicia y verdad y porque queremos saber donde están nuestros desaparecidos.

La voz de Mario salió desde los parlantes instalados a lo largo de 18 de Julio embanderándose una vez más Mario con esta lucha recitando sus versos donde habla de los que ya no están y no sabemos dice él, donde carajo los metieron.

Valiente el poeta.

Ahora lloro un poco, entrañable Mario, franco y tan buena persona.

Supimos encontrarnos con él en el exilio, siempre dispuesto a hacer lo que fuera necesario para luchar desde fuera para el adentro que estaba en dictadura.

Ni una soberbia.

Cuando escribió Desexilios pegó fuerte, él también estuvo 12 años dando vueltas por ahí mientras hacíamos tiempo sabiendo que volveríamos, aunque en cada lugar, por salud mental, sacáramos los trapos de las valijas y los colgáramos en el ropero.

Grande Mario y gracias Arturo por pedirme que te contara. Me hizo un bien enorme.

Te, los abrazo.

Yvonne

lunes, 1 de junio de 2009

Cadencia y pausa en Buenos Aires

















El regreso a la vuelta de la esquina

Hace unas semanas, con el regreso a la vista, pero todavía en plena recta final del viaje, me escribió Miguel Canduela, un buen amigo, animándome a mantener abiertos los ojos, a sostener todavía dispuesto el espíritu viajero, aunque el cuerpo dolorido y achacoso empezara a dar cuenta del año de viaje.

Decía Canduela entonces: “aunque lleguen a estar cansados de la “misma contra-rutina viajera” aprovechen al máximo las últimas semanas, ya que cuando estén acá seguramente extrañarán ese estilo de vida bohemio, aventurero, libre y artístico; es una de las paradojas de nuestra especie, que vivimos desde nuestra falta y deseamos - por definición – lo que no tenemos. Si vemos esto con un enfoque romántico esta falta también es la que nos mueve y nos da vida.”

Ahora, estamos a cuatro días de tomar el vuelo que nos pondrá de regreso en México.

Empezamos a sentir la ambivalencia que experimenta todo aquel que ha pasado mucho tiempo lejos de casa. Nos ataca una manía alegre que quiere exprimir los últimos momentos al tiempo que experimentamos una nostalgia plagada de los rostros y las experiencias que nos han acompañado los últimos doce meses. Nos urge que el tiempo corra rápido para estar nuevamente en casa, pero al mismo tiempo sentimos un nervio extraño de volver a estar entre los nuestros, especialmente cuando aún la vida viene está cubierto por un velo de incertidumbre. Queremos que no se vaya del todo lo que hemos vivido en este tránsito nómada por Latinoamérica, y al mismo tiempo estamos ansiosos de pasar a la siguiente etapa que tendrá seguramente un signo más sedentario.

Para poner en perspectiva todo esto que ocurre hemos tomado dos decisiones con respecto al plazo inmediato anterior a nuestro regreso y al corto plazo inmediato a la vuelta:

La primera es regresar a Montevideo para pasar los últimos días del viaje. Montevideo porque fue la ciudad que más nos cautivó. Montevideo porque es un sitio propicio a la nostalgia. Montevideo porque acá la tranquilidad de los cafés ayuda a poner las cosas en perspectiva. Y Montevideo, finalmente, porque desde acá el boleto de regreso a México costaba cuatrocientos dólares menos que desde Buenos Aires.

Montevideo será un buen sitio para prepararse para ese momento explosivo que será volverse a encontrar con la familia, que a través de nuestras mamás materializarán su alegría en un abrazo-interminable-llave-china apenas aparezcamos en el umbral de la puerta de llegadas del Aeropuerto, según han amenazado en sus más recientes comunicados.

Y de ahí, la siguiente decisión –que de alguna manera estaba ya ahí desde el principio del viaje— que consiste en que haremos un periodo de descompresión.

Pues si como bien lo sugirieron Santiago Gallo y Cecilia Salmerón al principio del viaje, haciendo un juego de paráfrasis con Macedonio – “El viaje es un ejercicio de la ausencia”— sería complejo y desgastante exponernos a las inercias de la ciudad, con los efectos y afectos de los que aquí se quedaron, haciéndonos presentes de forma súbita y desbocada.

Más bien hemos optado por una gradual reaparición en el espacio que dejamos atrás con nuestra partida. Por crear un periodo de traslape, que todavía nos permita mantener la inercia de los Viajes del Corazón, al tiempo que vamos encontrándonos gradualmente con los que aquí se quedaron y lo que dejamos de nosotros mismos acá.

Ese espacio y tiempo de descompresión está pensado para que el movimiento interior ocurra sin distracciones. Para empezar el trabajo de elaboración y recuerdo. Para hacer duelo. Para asimilar parte de lo que hemos vivido. Para terminar de escribir. Para dejar que todo esto que hemos acumulado tome forma –de libro, de audiovisual, de relato oral. Y también para terminar de pensar y decidir qué es lo que sigue en la vida. Para asegurar que el siguiente paso en nuestras vidas está puesto en la dirección correcta.

Y también, ese sitio de descompresión está pensado para darle cadencia y ritmo al reencuentro con la familia y los amigos. Para que a lo largo de esos tres meses los invitemos a nuestra guarida, y podamos, en la tranquilidad de un sábado o un domingo – asado, vino y café de por medio— encontremos un ritmo preciso para ir soltando poco a poco y sin prisas, los relatos de este periodo inefable.

Algo que me resulta interesante de consignar ahora que volvemos es que también empezamos a recoger reacciones de los amigos. El interés consiste en parte, en una especie de necesidad de cierre narrativo, pues ya al principio del viaje consigné también la perplejidad confrontativa con que algunos de nuestros amigos recibieron la noticia de nuestra partida en dos textos: Reacciones frente al anuncio del viaje I y Reacciones frente al anuncio del viaje II.

Por el momento el que va a la cabeza de las reacciones es justamente Santiago Gallo, quien en aras de cumplir la consigna del ejercicio de la ausencia, se disculpó de seguirnos a través del blog. Pero ahora, impaciente por escuchar los relatos ya decantados, y compartir las historias de lo que también ha vivido él en este año de distancia, se ha voluntariado de forma asombrosa para encontrarnos una pequeña guarida cerca de la Ciudad de México.

También, entre los mensajes que hemos recibido recientemente ha dos interesantes lecturas de nuestra idea de descompresión. Las lecturas están preñadas por una cierta solidaridad empática, y unas ganas de que consigamos en efecto ir hacia adelante con nuestros proyectos.

Cierro el texto con su recuento:

La primera es la lectura de Victoria Rodríguez, amiga cuentera, que eligió una metáfora acuática:

“(En su aventura alrededor de Latinoamérica) me gusta pensarlos como el río que fluye...como el agua en sus transformaciones, que fue manantial, luego río, luego laguna, luego río subterráneo, finalmente mar (como para llegar al fin del mundo!!!) y ahora el agua se evapora y forma nubes como para regarnos a sus amigos y cómplices con lluvia fresca...y mezclar sus aguas con las nuestras....

(…) vienen llenos, Jennifer y Arturo, desbordantes de vivencias y entusiasmos, pero también cansados....hay que reponerse, hay que hacer un paréntesis.....volviendo a la metáfora del agua, en épocas de lluvias los ríos vienen turbios de tantas cosas que recogen por su camino.....el agua turbia hay que ponerla en un recipiente de cristal y dejar que se asiente....al fondo irá lo más pesado, quizá algunas cosas medio inútiles, luego estará el lodo y en la parte superior lo más preciado, queda el agua cristalina....pero sólo cuando el agua se asienta se pueden ver esas capas....dejarla reposar.”


La otra es la lectura del propio Miguel Canduela, amigo psicólogo y consultor, que eligió una metáfora de inmersión:

“El periodo de descompresión es muy importante parta permitir que el cuerpo (y en este caso el alma) readapte sus funciones a las “condiciones normales”, incluso las mejores prácticas recomiendan como parte de este periodo una parada de seguridad, a los buzos industriales que trabajan a mucha profundidad (100 metros) los tienen literalmente encerrados varios días en condiciones de readaptación. Haciendo un símil tienen que cuidar dos aspectos:

La gradual descompresión de la vida bohemia, aventurera, libre y artística; la cual de no llevarse a cabo podría propiciar hasta la “muerte del sujeto” por la explosión de los pulmones, los cuales concentraban una gran cantidad de oxígeno sometido a una presión mucho mayor que la presión atmosférica normal de un mexicano, de clase media-alta, ejecutivo, con ambiciones humanísticas y artísticas, y si este oxígeno de vida se descomprime de golpe seguramente generará fuertes lesiones internas…

Otro aspecto a cuidar es el nitrógeno residual proveniente de la contra-rutina viajera, y como ustedes saben mientras más larga sea la inmersión más tiempo tardas en eliminar el nitrógeno residual, y como ustedes también ya saben, de no eliminarse puede generar problemas graves a nivel de la médula espinal…”